A principios del año 2015, el caso de Brock Turner sacudía Estados Unidos. Condenado por violación a tan solo seis meses de cárcel de los que cumplió tres1, fueron muchas las voces que, de entre los medios de comunicación, se refirieron a él como «un joven prometedor»2 —en referencia a su corta edad y su posición social y deportiva— sobre el que una sentencia mayor «habría tenido un impacto severo»3 en su vida. Su padre llegó a afirmar que no sería justo que la vida de su hijo quedara destruída por «veinte minutos de acción»4. Por supuesto, la indignación social ante tamaño despropósito judicial e informativo alcanzó cotas muy elevadas, convirtiéndose en uno de esos eventos oscuros de la historia americana reciente que con su sola mención provocan rabia e impotencia.
Emerald Fennell, directora y guionista de esta Una joven prometedora (2020) ha tomado prestada esa manera de referirse a Turner que sonaba en su día con intención exculpatoria y mitificadora, y la ha integrado dentro de una película particularmente difícil de clasificar. En una suerte de rape and revenge sofisticada con humor negro, drama y algún punto de thriller, la cineasta compone una obra ideologizada que no solo dispara contra los hombres que esperan agazapados en las discotecas y pubs al acecho de mujeres alcoholizadas a las que interpelar y convencer para que mantengan relaciones sexuales con ellos, sino también contra la cultura del silencio, contra el «éramos unos críos» y el «no creímos que estuviéramos haciendo nada malo», contra las balanzas éticas que se inclinan en beneficio del agresor arguyendo que la mujer «estaba borracha y se lo iba buscando». La película, así, sigue a Cassie, una exestudiante de medicina que lo tuvo que abandonar todo por un terrible suceso, que ahora sigue «métodos de concienciación alternativos» en los que se hace pasar por una joven intoxicada y solitaria en una inversión de roles en la que da caza al cazador. Interpretada por una Carey Mulligan notable que ha encontrado en el filme de Fennell un personaje oscuro, divertido y atrayente a partes iguales, recorre y trata de subvertir infinidad de lugares comunes de los géneros que toca y los trabaja a través de un discurso frontal, que no por ser más explícito es, en líneas generales, menos intenso. Su personaje se rige, de este modo, por una ética personal que busca más elaboración que la simple venganza, y mientras es cínica y sarcástica se las arregla para dejar ver un interior roto y vulnerado.
Mientras que nunca, en todo el filme, se usa la palabra «violación», en una interesante decisión de estilo, ni se recurre en exceso al sensacionalismo para exponer sus tesis, opta por una narración notable que magnifica la implicación de la audiencia. Una joven prometedora se retuerce entre elaborados volantazos de guion que mantienen el interés en casi todo momento —no por impredecibles, que no lo son, sino por esa facultad que tiene cierto tipo de cine de resultar atractivo pese a su previsibilidad—, y es gracias a ellos que se despierta en el espectador una sensación de evolución. Con algunos giros más acertados que otros, no abandona en ningún momento sus ganas de transgredir (o de intentarlo) en lo que puede ser el punto menos inspirado del filme: la simplificación del discurso. Si bien posee sus aciertos, la cineasta deja un poco de lado a los personajes secundarios —a un nivel emocional e individual—, llegando a despertar en determinados tramos un efecto de desigualdad argumental: las motivaciones de la decana, del abogado o mismo de su interés romántico se habrían beneficiado de un contexto más elaborado que hubiera dotado de mayor profundidad a la realidad que explora.
Una película con no tanta capacidad real de molestar como de divertir, que le permite mantenerse en un terreno mucho menos controvertido de lo que parece.
Su apuesta por aligerar y mesurar su núcleo temático se recibe con cierta indulgencia, y mientras se separa diametralmente de otras propuestas recientes similares en filosofía como The Assistant (Kitty Green, 2019), adquiere un tono que viaja entre lo festivo y lo grave, suponiendo esto más de un problema a la hora de interpretar su desarrollo, que queda desigual en cuanto a cómo esboza a su personaje principal. El estudio que le dedica a Cassie, en el que indaga en los agujeros de su alma y sus carencias, vertebra la narración: la reconstrucción del hecho traumático que atormenta al personaje de Mulligan casi siempre funciona dentro de los pesos argumentales de la película, y muestra a una mujer multidimensional integrada de más grises que de blancos y negros. No así tanto el envoltorio con el que la rodea, que sufre de cargarse a sí mismo de un exceso de importancia e impostura. El guion de Fennell, así, compone un mundo en el que sus personajes están definidos en continuos psicológicos no demasiado complejos —atendamos a esa libreta en la que recoge los resultados de sus excursiones nocturnas, en la que alterna entre tres colores otorgando a cada uno de ellos un nivel distinto de honestidad/corrupción—. Su política de tratar de esquivar, con desigual acierto, la polarización, y su tendencia natural hacia el humor juegan a su favor en esos momentos determinados en los que parece tratar de convencer al espectador de que no se toma a sí misma demasiado en serio; y mientras se divierte con escenas desopilantes en sí mismas —la que implica a Christopher Mintz-Plasse tiene mucha comedia dentro— que por lo absurdo o kafkiano atrapan en un cuadro fílmico lleno de colores pastel y frases pegadizas, juega su carta de la denuncia. Es cierto que lejos de convertir a Cassie en un ser divino por encima del bien y del mal que aleje al público de la tendencia cinematográfica a no juzgar al protagonista —de hecho, la ética del personaje de Mulligan es muy indeterminada—, ofrece un punto de vista de la condena y el perdón que premia al que, más allá de toda sentencia, esquiva las excusas infantiles —el personaje de Alfred Molina, que aunque habría pedido una escena cinco minutos más extensa, es clave para comprender la totalidad de la obra— y afronta sus actos desde, como decía Julian B. Rotter, el locus de control interno —o lo que es lo mismo, la capacidad de asumir la propia responsabilidad—.
Emerald Fennell ha orquestado una película con no tanta capacidad real de molestar como de divertir, y eso le permite mantenerse en un terreno mucho menos controvertido de lo que parece a primera vista: basa su identidad en lo extrapolable y lo universal (con todo lo problemático que resulta esto en términos de obra cerrada), y prescinde «casi» por completo de la violencia gráfica en beneficio de un estilo colorista y atrevido. No se mide con otros cineastas que se acercaron a la temática como Meir Zarchi o Bo Arne Vibenius, o más recientemente Coralie Fargeat con su interesante Revenge (2017), sino que apuesta por unas formas complementarias que descubren la mirada de una cineasta que se mira más en artistas como Anna Biller y su The Love Witch (2016) o Ana Lily Amirpour con Una chica vuelve a casa sola de noche (2014) de lo que aparenta. Una joven prometedora no es perfecta, aunque supongo que es gracias a ello que es posible valorarla.
- BBC News Mundo. (2016, 2 septiembre). Tres meses después, Brock Turner, el autor de la violación en la Universidad de Stanford que indignó a Estados Unidos sale de prisión. BBC News Mundo. https://www.bbc.com/mundo/noticias-37261369[↩]
- Brock Turner: Part II | GNESA. (s. f.). http://www.gnesa.org/content/brock-turner-part-ii[↩]
- Barnés, H. G. (2016, 8 junio). “Mucho castigo por 20 minutos de acción”: La ideología de la violación de Stanford. elconfidencial.com. https://www.elconfidencial.com/alma-corazon-vida/2016-06-07/cultura-violacion-stanford_1213082/[↩]
- BBC News Mundo. (2016, septiembre 2). “Un alto precio por 20 minutos de acción”: la polémica defensa del padre del violador de la Universidad de Stanford que salió de prisión a los tres meses. BBC News Mundo. https://www.bbc.com/mundo/internacional/2016/06/160606_violador_carta_padre_defensa_20_minutos_accion_all[↩]