Zhang Yimou no podía faltar en la lista de directores que hacen la consabida «carta de amor al cine», solo que quizá cuando es un realizador del calado del chino, la mención al lugar común que supone expresar esa declaración sentimental hacia el séptimo arte suena reduccionista. Tomando como propio y recordando —por las relaciones que se establecen y por su núcleo temático— a Giuseppe Tornatore y su inmortal Cinema Paradiso (1988) —o al Quentin Tarantino de Malditos bastardos (2009) con su exaltación del poder cinematográfico para regocijo del aficionado e instrumento de unión del pueblo (enunciado esto último de manera literal)—, la realidad es que podríamos decir que en esta nueva entrega de la extensa y maravillosa filmografía de Zhang Yimou hay ecos de El camino a casa (Zhang Yimou, 1999) —aquella preciosa obra maestra simple en su concepción pero de una belleza tan aplastante que conmueve sin esfuerzo—, muchos: hay algo de la inocencia lastimada de Zhang Ziyi en Liu Haocun, la joven que en la obra que nos ocupa interpreta a una huérfana que roba y miente y, en definitiva, sobrevive. La historia de la redención paternal, habitual en el cine de Zhang, con el telón de fondo de una China afligida en medio de la Revolución Cultural, encuentra en Un segundo un vehículo brillante en lo estético —como no podía ser de otro modo tratándose del genio visual detrás de joyas como Hero (2002) o La casa de las dagas voladoras (2004)—, que aquí abandona el camino que mantenía en Sombra (2018), más cercano al wuxia en las formas y en la temática, para entrar en una historia de superación personal, con sus toques de humor/drama tan perfectamente medidos que nos recuerdan por qué estamos ante uno de los cineastas chinos más importantes de las últimas décadas.
Una obra brillante en lo estético que nos recuerda por qué estamos ante uno de los cineastas chinos más importantes de las últimas décadas.
Tomando como punto de partida un simple robo de una bobina por parte de una chiquilla —interpretada por la mencionada Liu Haocun— de intenciones desconocidas, se nos presentan dos personajes de moral ambigua de los que no sabremos nada más que su presente, y será a partir de la sencillez argumental que el director sabrá conmover y convertir la pureza de un guion sin flecos en una invitación a sentir y alegrarse, a padecer y arrebatarse; todo con la facilidad de acceso que se espera de una obra mayor que, lejos de todo lo que pueda parecer, es una parada en boxes muy lejos de poder ser considerada menor en la filmografía de un cineasta que no tiene absolutamente nada que demostrar. El director chino encuentra un equilibrio perfecto entre lo que dice y lo que enseña, hasta el punto en que la forma se desfigura y, pese a que está fuera de su rango de grandilocuencia escénica, entrega un filme sobrio que juega en aquellas ligas de sus películas más introspectivas, lejos de las épicas que le hicieron enorme. Al final, posiblemente por sus propias características de obra reflexiva en la que lo relevante queda atrapado dentro de ese «segundo» que invoca el título —la belleza, al final, no se puede capturar—, bastan unas pocas localizaciones y tres interpretes solventes (quiero hacer especial énfasis en, de nuevo, Liu Haocun: qué talento) para estampar una firma de autoría y esquivar la bala del encasillamiento. Zhang Yimou ha vuelto y ha inaugurado el Zinemaldia por todo lo alto, aunque no es que se hubiera ido nunca.