Un perro ladrando a la luna
Arrojar el armario por la ventana

País: China
Año: 2019
Dirección: Lisa Zi Xiang
Guion: Lisa Zi Xiang
Título original: A Dog Barking at the Moon / 再见, 南屏晚钟
Género: Drama
Productora: Acorn Studio, Granadian
Fotografía: Jose Val Bal
Edición: Lisa Zi Xiang
Música: J. García Escudero
Reparto: Naren Hua, Nan Ji, Bing Bing Jiang, Fang Xing Ming
Duración: 107 minutos
Berlinale: Teddy Award — Mejor película LGTBI+ (2019)

País: China
Año: 2019
Dirección: Lisa Zi Xiang
Guion: Lisa Zi Xiang
Título original: A Dog Barking at the Moon / 再见, 南屏晚钟
Género: Drama
Productora: Acorn Studio, Granadian
Fotografía: Jose Val Bal
Edición: Lisa Zi Xiang
Música: J. García Escudero
Reparto: Naren Hua, Nan Ji, Bing Bing Jiang, Fang Xing Ming
Duración: 107 minutos
Berlinale: Teddy Award — Mejor película LGTBI+ (2019)

Lisa Zi Xiang aleja la lente de su vida: le da aire teatral, por respiro propio y del espectador de la sufrida familia en el armario. China la censura, Berlín la premia y los cines se pierden esta joya universal, necesaria, altamente estética. Y apátrida.

Esta es una historia narrada a una distancia prudencial, que permita a quien la ha vivido y a quien va a recibirla poder integrarla desde una zona de seguridad emocional. Porque el armario es duro, puede ser asfixiante, y no solamente para quien se ve forzado o forzada a adoptar esa doble vida de encierro: también lo es para las personas que forman parte de esa familia que es a lo que se supone que se debe aspirar socialmente; para las pequeñas criaturas a las que se recurre —y a menudo, por desgracia, incluso se pretende responsabilizar— como pegamento de las relaciones de pareja. Ese armazón con que se parapeta la identidad rechazada en el exterior del nido, sea por el vecindario o, a nivel más estructural, desde el propio Estado y las instituciones. El grueso, en definitiva, de la cultura a la que se pertenece, y con un agravante que se explicita esta obra: el fanatismo religioso. Más allá de eso: la superstición profunda, la secta como asidero y parásito de las personas desesperadas.

Como los planos apenas se mueven, tenemos que estar ojo avizor. Fijarnos en qué personajes entran y salen del espacio, siempre cerrado, claustrofóbico, pero con alguna puerta por la que alejarse cuando el recinto se convierte en una jaula de grillos. Observamos desde el graderío vidas que no encajan con lo impuesto como canon normal, ansiosas por ser vistas como tales. Constatamos que en la vida adulta a menudo se da por hecho que la chiquillería no se entera de nada y, en realidad, a veces, están a años luz en las pesquisas de lo que a veces el mundo adulto aún no se ha percatado. O no lo quiere ver. No lo quiere oír, como esa luna del cuadro de Miró que hace caso omiso del perro. Que en este caso le ladra qué sería lo más conveniente, sano y pragmático para cada miembro del núcleo familiar. Animal que encuentra su encarnación en la obra. Y quien conoce bien a esta especie, sabe que suelen arrimarse más a quien sufre, por empatía, que a quien ejerce el rol de autoridad airada.

Las ansias más profundas de quienes protagonizan cada escena o, mejor dicho, cada habitación, se manifiestan de maneras más sutiles, estando a veces implícitas únicamente en los decorados, en el atrezo. Y muros verdes que se tragan la imagen de la joven madre que empieza a salir con su novio, integrándose en lo que se espera socialmente de las mozas. Ella no destaca: se funde con las paredes que la atrapan. El marido, en cambio, pasa gran parte del filme oculto por las paredes que son ese omnipresente armario del que no puede salir. Pese a que siempre hay una puerta o una ventana a la vista porque, como nos contaba la propia cineasta en la entrevista concedida a este medio, «todo el mundo necesita una salida en sus vidas». Y es la hija quien no dudará en cruzarlas. Su propia pareja, un extranjero, es en sí como una ventana. No solo aporta esa perspectiva ajena a su cotidianidad, puede ser visto como una ráfaga de aire. Un confidente, el cepillo amoroso deslizándose por su cabellera corta, transmitiendo relax y confort que intente borrar los daños del conflicto infligido por esos suegros cuya lengua no comprende, pero cuyas consecuencias contribuye a capear. Cabellera corta que se rebela a la tortura del nervioso peinar maternal. Se libera del odioso trance de consecución de la trenza: el summum de la ortodoxia en la imagen personal. Mejor dicho: impersonal, en realidad. Diluida en el mundo escolar. Otro rasgo de rutina compartido entre las niñas de todo el mundo, que a menudo viven en sus cueros cabelludos ese guerrear del peine clavando la raya del pelo en la carne, hilando la maldita coleta, el trenzado. A veces de manera inconsciente, pero siendo en esta pieza una manifestación del sentir de una madre que culpabiliza, desde la superstición pura, a su hija por no ejercer adecuadamente del pegamento familiar que ella esperaba. Una forma de violencia física, repetimos, también universal, que a menudo ha pasado desapercibida pero sobre el que, afortunadamente, empiezan a existir estudios, tanto relativos a los excesos en el ejercicio de la fuerza sobre el acicalar del pelo como en lo que respecta a eludir los cuidados capilares.

Las ansias más profundas de quienes protagonizan cada escena o, mejor dicho, cada habitación, se manifiestan de maneras más sutiles, estando a veces implícitas únicamente en los decorados, en el atrezo.

Siguiendo con esas vías de escape del cubículo normativo, ¿qué hay más liberador que la naturaleza? Si esta, de por sí, ya suele tener un peso específico, simbólico y fundamental en gran parte de la producción creativa de Asia oriental, en esta película la veremos constantemente asomada a las ventanas, llamando a los personajes a arrojarse a sus propias naturalezas. El verdadero ser de cada cual. A desprenderse de esas jaulas que son las casas, las habitaciones de residencia para jovencitas estudiantes. Las escuelas. Lo que, en términos de pensamiento europeo, Foucault considera compartimentos estancos de control de la población. Y esta es una afirmación que se plasma en esta obra, y que en el caso del colegio, se ve intensificada por el ángulo de la cámara de José Val Bal. Dicho sea de paso, el director de fotografía gaditano aporta gran parte de la financiación económica de esta película, a la que, sin embargo, se le ha denegado la nacionalidad española por una cuestión de normativa del ICAA. Y entre la censura en China y este hecho, de momento no se avista posibilidad de distribución en cines, aunque sí está en Filmin junto a Ombligo (José Val Bal, 2021), reincidiendo en la represión homófoba de la religión.

Volviendo a esos planos escolares, a veces son casi vertiginosos, con las mesas en ocasiones dispuestas en un círculo que más bien parece un bucle: el que bien podría plasmar el repetir información y vomitarla sin raciocinio ni cuestión ni verdadera docencia. Una hábil crítica a aquellos sistemas educacionales que meten por el gaznate, por poner ejemplos concretos, los versos de la dinastía Tang, hasta que salgan reproducidos por los piquitos de las pequeñas cotorras humanas, empequeñecidas por el trayecto casi vertical desde la cámara hasta sus posiciones. Cabe destacar, también, otros recursos minimalistas y de pura representación entre telones, que en ocasiones rozan la Dogville (2003) de Lars von Trier. Serán los fragmentos que pueden descolocar más al público, que puede interpretarlos como oníricos, pero que captará que precisamente son los que, de otro modo, serían los más duros de expresar. Sus fantasías más macabras contra la autoridad adoptan formas de ensoñación cómica, como cierta escena en que la niña está leyendo un libro histórico sobre gobernanza… y hasta aquí puedo leer. En estos momentos más vitalistas, podemos ver guiños shakespearianos en la puesta en escena, e incluso en lo coreográfico porque, recordemos: la mujer que firma este relato defiende la necesidad de generar momentos de oxigenación. Esta comparativa podría ser acusada de eurocentrista, de no ser porque la propia autora hace constante alusión a esa bibliografía que desde el autodenominado Occidente bautizamos como occidental, e incluso recita aquellos famosos versos del El mercader de Venecia (William Shakespeare, 1600), tan a colación del sentir de los personajes de esta angustiada familia, ficcionada a partir de la vivencia: «Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos? Si nos envenenan, ¿acaso no morimos?».

Si les pinchan, sangran; si les hacen cosquillas, ríen. Si les envenenan, mueren. Esos tragos, buenos y malos, conforman la vida de cualquier persona. Sea de donde sea y de la condición sexual que sea. Son inherentes al ser humano. Como vemos, pese a la lejanía geográfica, y el contexto que nos ubica en una infancia vivida en los 80-90, nada de lo que se cuece nos resultará tan ajeno. En los años en que la narración transcurre, España bien podría estar saliendo de su movida madrileña y coqueteos con la ambigüedad, pero los prejuicios y la homofobia seguían a la orden del día. Siguen. No hay más que volver la vista al reciente asesinato de Samuel y al chorreo continuo de agresiones de odio hacia los colectivos LGTBIQ+ en los últimos meses. Todo lo desgranado hasta el momento sostiene firmemente que nos topamos con una obra que, además de ser puro arte, es tan universal como necesaria en términos éticos y de reflexión social. Y por lo tanto, de obligatoria difusión y distribución. Lisa Zi Xiang y José Val Bal lo saben e incluso estuvieron obsequiando con el blu-ray a quienes asistieron a su presentación en el Campus de Cine y Series La Inmortal de Zaragoza, ocasión en que aprovechamos para entrevistar a la autora. Ojalá que el reclamo de que esta joya llegue a las salas no sea un ladrarle a la luna.

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