Revista Cintilatio
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Última noche en el Soho (2021) | Crítica

Grietas en el cristal
Última noche en el Soho, de Edgar Wright
Edgar Wright regresa con una película apasionada que lleva de la mano al espectador a través de un thriller psicológico de estética impecable y narración endiablada que tiene todos los ingredientes para estar años en la conversación.
Sitges | Por David G. Miño x | 15 octubre, 2021 | Tiempo de lectura: 4 minutos

Los locos años sesenta. Una época dorada que sonaba a ritmo de Petula Clark y aquel Downtown y en la que no había teléfonos móviles, ni tablets, ni ordenadores ni nada que se le pareciera que desviara la atención de lo verdaderamente importante. Claro que tampoco había otras muchas cosas que hoy damos por sentadas y que a la hora de mirar hacia atrás con ademán censor de las eras solemos pasar por alto: son demasiadas las veces que incurrimos en la romantización del «todo tiempo pasado fue mejor». Pues Edgar Wright no es ese hombre ni ese artista: el singular cineasta vuelve a unos años convulsos desde una mirada fantástica que no dramatiza ni sobrevalora, e introduce todo su imaginario con excelente gusto y un sentido de la maravilla que nos recuerda por qué vamos al cine y qué es lo que nos hechiza cuando se apagan las luces. Tras Baby Driver (2017), una obra que abrazaba un desenfado mucho más palpable pero que empezaba a abandonar la comedia abierta que le hizo famoso con Zombies Party (2004) o Arma fatal (2007), el director británico juega la carta del thriller psicológico, donde explora desde unos juegos de luces y un cromatismo muy inspirado el conflicto de salir del cascarón o del trauma por la muerte, todo desde un guion que nunca decae y mantiene siempre alta la capacidad de reinventarse dentro de su propio tablero de juego. Thomasin McKenzie y Anya Taylor-Joy ofrecen, cada una a su manera, una interpretación monumental que preserva el misterio de Última noche en el Soho (2021) y lo lleva hasta sus últimas consecuencias sin faltar nunca a la coherencia interna del relato, y brillan cada una —la primera como la joven ingenua de voz dulce que es imposible no adorar, la segunda como la femme fatale de mirada hipnotizante y movimientos magnéticos— como si hubieran nacido para interpretar sus papeles.

Una obra que desprende un fuerte aroma autoral desde la gran producción, que seduce desde la estética y persevera a través de la integridad con la que se mantiene fiel a sí misma.

Thomasin McKenzie es Eloise.

Última noche en el Soho lleva al espectador de la mano por un Londres nocturno en el que se mezcla el pasado con el futuro, y en el que a través de la premisa de un crimen atemporal se conectan temas como el sentimiento de pertenencia, la inadaptación, la gestión del duelo o la búsqueda de la vocación. Establece un diálogo con el espectador en el que prima, ante todo, una inteligencia en las formas que mantiene la armonía entre lo explícito y lo implícito: los reflejos que se intuyen, los dobles sentidos que se dejan flotando, los símbolos que unen lo de antes con lo de ahora y que nunca traspasan la frontera de la obviedad y que respetan al público sin darle la historia diluida en píldoras demasiado segmentadas o concretadas. Por otro lado, y sin entrar demasiado en harina —al comienzo de la proyección el propio Edgar Wright pedía a los asistentes al pase, mediante un texto, no divulgar la trama de la película para favorecer el impacto del visionado a la voz de «lo que ocurre en el Soho se queda en el Soho»—, destacar la sensibilidad con la que, incluso desde sus referentes giallo o su mirada tan metida en el fantástico, sabe comprender el interior de unos personajes que son mucho más que una excusa argumental para desplegar un apartado visual exquisito: tanto el personaje de McKenzie como el de Taylor-Joy llegan mas allá del referente arquetípico, y consiguen que sus vidas sí importen, sí signifiquen algo. No resulta muy complicado imaginar Última noche en el Soho como una de esas películas que, con el paso de los años se van convirtiendo en trabajos reivindicables y definen una idiosincrasia demográfica, del tipo «este es el cine que se hacía en 2021». Una obra que desprende un fuerte aroma autoral desde la gran producción, que seduce desde la estética y persevera a través de la integridad con la que se mantiene fiel a sí misma. Esta será la primera de muchas visitas al Soho, siempre que allí estén Edgar Wright, Thomasin McKenzie y Anya Taylor-Joy. O quizá eso sería demasiado peligroso.