Ruben Östlund vive en la sátira como pez en el agua. Con Triangle of Sadness (2022) el sueco dispara a discreción contra todo lo que se mueve, y no se puede decir que le haya salido mal la ametrallada, aunque por momentos incurra en cierto exceso que sobrepasa el humor negro que marca el tono de la obra y se quede un poco a merced de su propia exageración. En realidad es una película muy divertida, no tanto por estar muy subrayada —que lo está— sino por convertir tropos de la comedia casposa en elementos de transgresión bastante bien incorporados. Pocas películas se verán en Cannes —al menos este año— tan políticamente incorrectas, tan llevadas al extremo y, por descontado, tan descaradas: Triangle of Sadness dinamita toda idea preconcebida que se pueda tener sobre el cine comercial de denuncia y, en su lugar, se sitúa en el continuo en el que converge la representación de una realidad incómoda y la propia exposición en clave desbocada de la misma. Clase, género, raza; privilegio en sí mismo —no, no le queda asunto polémico por tocar— son los temas que la película de Östlund, que recordemos ya tiene en su haber una Palma de Oro por The Square (2017), explora a través de unos personajes extremos, tan idiotas y tan absolutamente fuera de control que no queda sino aflojar el ceño ante ese humor pasado de vueltas en el que el cineasta se maneja con soltura. Para el recuerdo quedarán ese ruso capitalista que hace chistes a costa de Marx y Lenin que, como él dice se hizo rico «vendiendo mierda», y que finalmente termina luciendo una estética que trae a la mente la barbada figura de ese filósofo del que tanto escarnio hace; o esa influencer —por favor, prometo que hasta el término me hace gracia— que va acompañada de su novio-fotógrafo de pacotilla que pretende profundas reflexiones de género y solo le salen lugares comunes; o ese capitán borrachuzo y nihilista —enorme, inmenso Woody Harrelson, gracioso hasta sin querer— que bebe y se ríe de todo sin que medie mesura. Por no mencionar la secuencia del Vómito Definitivo —no tengo pruebas, pero estoy casi seguro de que es la escena que más fluido estomacal ha podido verter por minuto rodado—.
En su mirada hacia el estatus sociocultural y el modo en que tiene de retratarlo hay reflexiones y también una causticidad indomable.
A Triangle of Sadness no le tiembla el pulso en ninguna de sus locuras pero, como decía, está tan descontrolada y con tantas ganas de tocar la fibra del que mira que no se sabe con certeza dónde termina la sinceridad y dónde empiezan las ganas de molestar. Dividida en tres capítulos que hacen las veces de actos, cuenta las desventuras de una tropa de imbéciles con mucho dinero que tendrán que lidiar con las paradojas del mundo que han construido con sus excesos y su corrupción, siempre a través de situaciones muy desfasadas que deberían sacarles los colores pero solo les provocan más ganas de reforzar su idiotez. Triangle of Sadness, que toma como punto de partida el mundo de la moda y su endémica superficialidad, adquiere como señas de identidad la (posible) ausencia de artificio narrativo pero, a su vez, la dilatación hasta la extenuación del elemento cómico para volverlo gracioso por su extensión. Claro que esto lo alcanza a través de la radicalización de sus puntos de partida, y hay que decir que realmente funciona, o al menos la mayor parte del tiempo. Los diálogos tarantinianos, o coenianos si preferimos, en los que un pequeño detonante da lo suficiente de sí como para llenar escenas enteras de su primer acto enganchan con una fiereza tremenda, mientras que esa antología del absurdo que supone su parte central es tan desopilante, tan abiertamente canalla y tan crítica en ese estudio del privilegio y la clase que aborda durante toda su duración que es imposible despegar la vista de la pantalla; pero siempre hay un pero, y es que en ese último tramo Östlund, que hasta este momento había sufrido una terrible sobredosis de sí mismo, baja de revoluciones, se vuelve casi convencional y adquiere un tono menos festivo en términos generales y mucho menos activo, a pesar de que es ahí cuando cierra verdaderamente sus intenciones con un último gran giro deliciosamente hilarante pero que desvía brevemente la atención de su faceta más abiertamente cómica. Pese a todo, Triangle of Sadness es una película relevante —en algún sentido, no sé si en el bueno o en el malo—, de las que no se despegan de la retina y que ofrece algunas ideas que van más allá de lo superficial. En su mirada hacia el estatus sociocultural y el modo en que tiene de retratarlo hay reflexiones y también una causticidad indomable, algo que al final es mucho más de lo que se puede esperar cuando se trata de, o bien reírse o bien abstraerse, en lo profundo y el absurdo de la existencia.