Hay propuestas cinematográficas que, por sus particularidades, adquieren desde el principio la condición de culto, signifique lo que signifique eso. Ya sea porque enfrentan la narración desde un punto de vista novedoso, porque su propia temática es controvertida, o porque cualquiera de sus partes se mantienen por debajo de la línea del mainstream, podemos estar hablando de un filme que requerirá una mirada desprejuiciada y una reflexión equivalente al esfuerzo creador de sus artífices. En el caso de Too Late (Dennis Hauck, 2015), el espectador que se enfrasque en su historia desfragmentada no quedará sin recompensa, ya que juega esa carta de lo ya visto, pero a través de una estética hipnotizante que no da cuartel ni en lo emocional ni en lo intelectual.
John Hawkes interpreta a un detective privado al que acompañaremos durante el ejercicio de su profesión a lo largo de, básicamente, cinco escenarios, uno por cada plano secuencia de los que se compone la película. Montada fuera de orden cronológico, lo primero que se viene a la mente quizá sea Pulp Fiction (Quentin Tarantino, 1994) y su estructura no lineal: aunque en primer lugar veamos algo que acontece más adelante, el contexto de lo que ha pasado antes es necesario para dar valor global a la narración, por lo que no pierde en ningún momento ni un ápice de vigencia. Pero realmente, si apunta hacia algún sitio, es hacia el Paul Schrader guionista y el David Lynch más estético. Inspirada tanto en la parte más sórdida y decadente de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) —de hecho, ofrece un guiño completamente frontal al nombrar una de las protagonistas a Travis Bickle—, como en el universo pictórico de Carretera perdida (1997)—esa noche, esos bares—, despierta una sensación de viejo conocido, de estar en casa, aunque el acabado final sea algo completamente inédito.
Los personajes, como resulta habitual en este tipo de propuestas, son todo lo carismáticos y únicos que se requiere para mantener alto el nivel de inmersión. Al estar concentrada la acción en unos pocos escenarios y pivotar sobre un guion que funciona como telón de fondo narrativo, la partida se juega sobre el campo de los diálogos y la simpatía/antipatía que puedan despertar en el espectador. En el caso de John Hawkes, que al final es aquel que da sentido global al filme, su potente apariencia y una socarronería atrapante le convierten en un anfitrión envidiable. No obstante, la función se le debe en igual medida a Crystal Reed —la misma que protagonizaría más adelante la maravillosa Ghostland (Pascal Laugier, 2018)—, que compone un personaje entre lo inocente y lo gamberro, lo naíf y lo seductor. El tándem compuesto por los dos intérpretes —rodeados de secundarios de lujo como Robert Forster o Dichen Lachman— destila pura química, a pesar de compartir poco tiempo en pantalla.
Si de algo se beneficia el filme, es de su capacidad evocadora y magnífico buen gusto a la hora de situar la atención del respetable más sobre el trayecto que sobre el destino.
Claro que lo verdaderamente memorable de Too Late es el uso que hace de los recursos cinematográficos. Juega con los puntos de vista al partir la pantalla en determinados momentos —de un modo muy Brian De Palma—, y convierte el hoy en día sobado procedimiento del plano secuencia en algo virtualmente indispensable para el cómputo global de la película: depende de la fuerte temporalidad que impregna al atar los hechos a una línea cronológica irrompible, y gracias a esto los hechos se sienten mucho más personales y tangibles. Ni una sola de las cinco grandes secuencias que componen la obra habrían resultado ni la mitad de convincentes y estilísticamente intensas de haber sido narradas de un modo más convencional: los momentos desquiciados y surrealistas —el fragmento que implica a Robert Forster es tan kafkiano como magnético—, los tiros de cámara mareantes, los arriesgados zooms, forman un todo estilístico que elevan la función por encima de la etiqueta de «película realizada a base de planos secuencia».
Si de algo se beneficia el filme, es de su capacidad evocadora y magnífico buen gusto a la hora de situar la atención del respetable más sobre el trayecto que sobre el destino. Consigue despertar un interés genuino en la ruta que sigue ese perdedor crónico, ese descastado que interpreta con tanta solvencia John Hawkes, hasta el punto de que sus cinco actos —a falta de tres— se pasan volando entre strippers, puñetazos y música. Su visionado está más que justificado desde el momento en el que uno descubre, no demasiado tarde, que como película de disfrute y evasión está situada en el punto justo en que lo intelectualizado y lo ocioso se encuentran y construyen una simbiosis perfecta, haciendo que cada imagen se quede grabada tanto en la retina como en las entrañas.