Con el paso de los años, y con la depuración del cine como sistema cultural más o menos delimitado por unos criterios universales, hemos ido (des)aprendiendo a consumir imágenes en movimiento de un modo muy diferente a como se hacía años atrás, con más inmediatez, una necesidad imperiosa de obtener retroalimentación y una tendencia terrible hacia el fast fooding cultural. El terror no ha sido ajeno a esta generalización y esta atonía: la inquietud, lo sobrenatural, lo arcano, o lo oculto ahora a menudo necesitan poner un pie dentro de lo explícito o lo categórico para generar lo que antaño, antes de La semilla del diablo (Roman Polanski, 1968), antes de El Exorcista (William Friedkin, 1973), antes de La profecía (Richard Donner, 1976), o antes de El resplandor (Stanley Kubrick, 1980) —casi pareciera que estoy a punto de decir antes de Cristo, y es que en el cine de terror quizá lo sea—, se tostaba bajo los mantos de la nocturnidad, ajeno al humor, sin miedo a caer en la parodia o en lo absurdo, por mucho que a veces quedaran cerca de la línea —muy cerca de la línea—. Ahora, parece necesario recalcar que toda pieza de género es consciente de sí misma, a la vez que todo cineasta parece ser víctima de la necesidad de explicar su tono, de aligerar su premisa, de dejar un lugar para la indulgencia por si acaso todo sale mal y resulta que la película obtiene, en el mejor de los casos, una recepción tibia. Mientras tanto, en este panorama, Todo por Jackson (Justin G. Dyck, 2020) mantiene su apuesta en una indeterminación por momentos agradable, por momentos exasperante: mientras juega con un terror que lleva a lo polanskiano de los espacios claustrofóbicos, a los cultos satanistas y a las demonios salidos de libros antiquísimos, que es su parte más convincente, más firme en su estilo y de mayor brillo en la puesta en escena; es ambigua a la hora de edificarse alrededor de un tono, y juguetea con la comedia negra, e incluso a veces con la parodia —de un modo muy velado, ciertamente—, y desviste el todo y la increíble labor de sus dos protagonistas para convertirla, por momentos, en un producto que abraza la inconcreción estilística como arma principal.
Un ejercicio de puesta en escena que vive sobre los muy capaces hombros de Julian Richings y Sheila McCarthy.
Porque mientras seguimos el periplo y el escarceo con lo oculto de un matrimonio cercano a la jubilación que lo único que quiere es recuperar a su nieto fallecido, cueste lo que cueste, Justin G. Dyck no puede evitar resultar poco exacto en su pretensión: Todo por Jackson podría haber sido una obra densa y brumosa, que evocara un horror terrible enlazado con la muerte del ser querido y conectara con los otros mundos posibles a través de la oscuridad, algo que alcanza en determinados momentos en los que logra un hito en su metraje, un revulsivo que hace olvidar sus ligerezas y la elevan con fuerza. Esa puesta en escena, espacial y cerrada, de geometrías cortantes y composición intensa, es la principal responsable de que la obra mantenga alto un interés que, por otro lado, y además de por lo ya expuesto, va decreciendo por culpa de una progresión repetitiva que en su segundo acto deja de aportar nuevas ideas y anquilosa su narrativa y la deja a merced de esa baza del humor mal entendido: ante la reiteración de los hechos (los protagonistas en su pugna por traer de vuelta a su nieto), Justin G. Dyck cae en esa autoconsciencia sobreexplicativa y se siente cómodo con los momentos semicómicos —«llevo toda la mañana haciéndolo en el jardín», dirá el personaje de Sheila McCarthy refiriéndose a resucitar pájaros muertos mediante el enunciado a viva voz del texto de un libro ominoso, introduciendo ese tono que hace desaparecer todo atisbo de terror sobre la propuesta, restándole la gravedad— y deja a un lado la exploración de las ansiedades sobre la pérdida, el amor, la maternidad, el duelo o la soledad, todos temas aparentemente introducidos en la premisa pero desprovistos de un cuerpo teórico, y un desarrollo satisfactorio, que los sustente. Así, Todo por Jackson es más un gran ejercicio de puesta en escena que vive sobre los muy capaces hombros de Julian Richings y la mencionada Sheila McCarthy que una pieza que, en su entidad, tenga la capacidad de mantenerse erguida sin tocar fondo. Aunque quizá, y precisamente por eso, sea tan agradable como hasta cierto punto inocua.