Un hombre le lleva el café a una mujer que duerme, plácida, en la cama de una habitación luminosa y bien decorada. Están casados, descubrimos, y él se irá trabajar tras haber despertado a su esposa mostrando una faceta de marido preocupado y padre ejemplar, de los detallistas y de buenas costumbres, que no olvidan el día a día y siempre tienen una sonrisa para todo. Son los años ochenta, por cierto. Ella da las gracias por el café, se levanta con actitud sencilla y poco artificiosa y se pone con lo suyo: regenta un establo, da clases de equitación y muestra un carácter fuerte y carismático. No parece que la taza de desayuno matutino simbolice nada más que respeto, o al menos así lo leemos en los ojos de ella, que aún no hemos visto de frente, siempre de perfil, siempre en ángulos incómodos. No da la sensación de que ella no tenga motivos para ser feliz, ni él tampoco: el café llega caliente a la cama, al fin y al cabo, los chavales son un encanto y escriben con buena letra, él dirá que ella es un ángel fuerte y decidido que le permite brillar en lo suyo, ella dirá de él que su honestidad y su decisión son valores que no se encuentran con facilidad en los hombres. Todos, ella, él, el hijo y la hija viven en un precioso nido de buena cotidianidad. O eso vemos en la foto.
The Nest (2020) es el segundo largometraje de Sean Durkin, que dejó pasar nueve años desde que sorprendiera a propios y extraños con esa pieza tan delicada y extraña que resultó ser Martha Marcy May Marlene (2011), y con él ha concebido un misterioso drama psicológico que divaga sobre la conexión inamovible que existe entre lo profesional y lo personal, que exige del espectador una implicación hacia sus personajes —muy acertados Jude Law y, sobre todo, Carrie Coon— y cierto nivel de consciencia de que la historia está enmarcada en un contexto sociopolítico que no está ahí para juzgar ni para rebelarse contra nada, sino para especiar un relato sutil que vive de los matices y de diálogos aparentemente intrascendentes. La lucha por ser alguien que no se es, y la contaminación a nivel interior que lleva consigo ese autoengaño, coloca la primera piedra de los cimientos sobre lo que se eleva The Nest, que va poco a poco agitando el avispero y destapando todas las vergüenzas que surgen de la búsqueda de la impostura, de la disonancia entre el que quiere pero no tiene y el que tiene y ya no quiere nada. Aun así, la película de Durkin no explota, sino que arde desde dentro, mostrando ese encanto de la burguesía deconstruido que tan bien ridiculiza el personaje de Carrie Coon y que dialoga de tú a tú con un espectador que duda acerca del statu quo de la obra, que propone una discrepancia entre la ambición y la violencia estructural y las intenciones sanas que viven detrás: The Nest consigue colocar en el centro de la conversación una relación de ambivalencia entre los dos integrantes del matrimonio protagonista que se va alterando en base al éxito o al fracaso, y sobre todo, a la percepción de triunfo desde las propias expectativas.
Del mismo modo, Sean Durkin demuestra de nuevo el enorme talento visual que posee, demostrando los múltiples y estimulantes modos que tiene de integrar dentro de un relato que sobre el papel suena minúsculo las metáforas y la subtextualidad que brota de cada escena. La relación del personaje de Carrie Coon con los caballos; el crecimiento de la hija desde la perfección filial, pasando por la rebeldía y hasta llegar a la subyugante y bellísima escena final; el hijo retraído que está tan cerca y tan lejos; y por supuesto ese hombre de negocios venido a menos que tiene el rostro de Jude Law, ese tiburón asesino que sonríe y miente pero por el que es difícil sentir desprecio por, precisamente, el excelente trabajo de contextualización de Sean Durkin y la complejidad que emana de la relación que le une a su esposa. Así, las interacciones del ambicioso empresario con los personajes de su entorno —«les doy un techo a mis hijos y nunca les he puesto una mano encima», «no te felicites por ello, eso es lo normal», por ejemplo y como extracto de uno de los intercambios más reveladores del filme— subvierten poco a poco el arquetipo del hombre dominante para ir entrando gradualmente en el terreno de una masculinidad compleja, frágil y fragmentada que dispone de muchas capas de interpretación y que requiere, a su vez, de la potente mirada que proporciona Carrie Coon en su rol de defensora de la realidad no siempre dispuesta a amar y perdonar —abandonando por fin el cansado cliché de la mujer siempre disponible— y que resuelve en favor, siempre y sin lugar a dudas, de la multidimensionalidad.
Invierte ese tejido habitual en el que todo está organizado alrededor de la idea de «buenos» y «malos», y ofrece un estudio muy hábil sobre la realidad que se desmorona.
A pesar de presentar a unos hijos que, damnificados en la sombra, funcionan como el eslabón más atribulado y que, en realidad, dan textura a la ambición enloquecida en que incurre el padre de familia por simple contraste, uno no puede olvidar que está ante una película que trabaja tanto a nivel individual como social, y que es capaz de integrar en su mismo discurso su vertiente más personal —las motivaciones privadas, la familia perdida, la búsqueda de la intimidad— con la colectiva —el hogar como elemento unificador, el apoyo ante los reveses, el abandono del orgullo ante los ojos de los seres queridos— y que conjuga a todos los miembros de una familia que se desmorona poco a poco alrededor de un conflicto que parece eterno pero que no es inamovible. The Nest invierte ese tejido habitual en el que todo está organizado alrededor de la idea de «buenos» y «malos», y ofrece un estudio muy hábil sobre la realidad que se desmorona lleno de ambigüedades e inexactitudes semánticas que conviene revisar intelectualmente tras su visionado para encontrar todas sus dobleces. Porque quizá no hay blanco ni negro, solo grises y tazas de café por la mañana.