Cualquier tiempo pasado fue mejor. En lo estético, nada como aquel Technicolor, el vestuario de cromatismo puro, el maquillaje cargado: ese cine tan de explotación que cogía los elementos más escabrosos imaginables y los mezclaba en una amalgama narrativa que ofrecía controversia y divertimento mientras tocaba algunas teclas morales —esas por las que ninguna compañía productora, en su sano juicio, pagaría ni un dólar por patrocinar—. Como hacían los italianos en los años setenta cuando descubrían al mundo el giallo en el cine —un estilo que mezclaba el noir con el terror más descarado— de la mano de Dario Argento, Anna Biller con The Love Witch (2016) ha creado un monstruo de Frankenstein de deliciosa estética y guion alucinado. Capaz de ejercer una fascinación casi inmediata en el espectador, el filme se destapa como esa propuesta contradictoria capaz de hacer reír cuando no toca y hundirse en el drama menos uno se lo espera.
Elaine es una bruja obsesionada con el amor. Tuvo alguna mala experiencia con los hombres en el pasado, pero ella está decidida a encontrar a su media naranja, aunque para ello tenga que recurrir a las artes oscuras. Como era de esperar, se verá envuelta en una espiral de muerte y desgracia ajena, y tendrá que ingeniárselas para mantenerse firme en su búsqueda del hombre perfecto mientras camina por la cuerda floja. Conceptualmente, y si la propuesta solo existiera sobre el papel, podríamos firmar que se trata de un pequeño juguete fílmico atolondrado con el único propósito de despertar la simpatía de los indulgentes, y nos habríamos quedado sin una de las películas más inverosímiles —en el mejor de los sentidos—, divertidas y únicas de los últimos años. La cineasta se las apaña para dirigir, escribir, componer, montar y diseñar una obra que reflexiona sobre el patriarcado y las diferencias entre hombres y mujeres mientras ofrece un espectáculo de explotación pura: sus actuaciones de carácter cutre, la estética chillona y recargada, los tiros de cámara imposibles, las escenas delirantes.
En el papel protagonista, Samantha Robinson consigue crear más que un personaje, un icono. Mediante sus maneras, su voz y su cuerpo recrea a la perfección la idea que todos podemos tener en la cabeza de la bruja de belleza paralizante y carisma arrollador. Sus idas y venidas tienen algo de terapéutico, como si solo mirándola jugar con los hombres y buscando el amor de ese modo tan desquiciado pudiéramos obtener algo de esa decisión vital que demuestra. Anna Biller representa la batalla de géneros como un tira y afloja en el que todos quieren algo y nadie da nada. Observar esos aquelarres, los muñecos de vudú y las mil y una ideas horteras —mención especial a esa escena en la que Elaine seduce a su primera víctima y asistimos a un verdadero caleidoscopio visual tan alucinado como hechizante— se puede considerar un placer no tan culpable, ya que detrás de tanto exceso se esconde una obra de fuerza descomunal que aporta una serie de conceptos al debate de género que, por lo exagerado de su exposición, componen un todo que se salva de la quema por su enorme personalidad. En otras manos, y otros ojos, la propuesta narrativa de The Love Witch se sentiría impostada y propagandística, un subproducto aleccionador como tantos otros —me viene a la mente ahora mismo esa desgracia cinematográfica que es Cazafantasmas (Paul Feig, 2016)—, pero gracias a Biller, se eleva por encima de lo vulgar y lo fácil hasta una deliciosa sátira, un delirio camp que no deja títere con cabeza: lo mismo se pone a disparar contra la idea del amor romántico, de los príncipes y las princesas, del patriarcado como concepto social, que contra las obsesiones y la invisibilización del dolor.
Cogiendo como referente estético ese cine de explotación que comentábamos, el filme tiene mucho de serie B entendida como cine que busca una salida al sistema. Cuando recoge tanto la paleta gráfica como el núcleo temático de Suspiria (Dario Argento, 1977), está proponiendo una partida inusualmente ambiciosa: el feminismo de Biller es una actualización de las viejas premisas que otrora trufaban el cine —y la realidad— de dañinos estereotipos, y mediante un brutal ejercicio de inversión, convierte las características del sexploitation y el giallo en un fenómeno renovador y tremendamente divertido. Todas las conquistas amorosas de Elaine se pueden considerar casi como manifiestos individuales de la consecución de una idea: la mujer como ente inexplorado, que personificado en la fantástica creación de Samantha Robinson, se erige como la representación última e irreductible de las pulsiones del hombre, aquello que no pueden rechazar por lo bello, entregado y desprejuiciado.
El hecho sigue siendo el mismo, la sexualidad como arma capaz de controlarlo todo, pero la lente a través de la que estamos mirando no la convierte en un acto de sumisión, sino de enaltecimiento, de liberación a través de la propia identidad.
Incluso en lo musical —brutal esa Love is a magical thing compuesta por la propia directora— encuentra el equilibrio ideal entre mensaje y forma que no se diluye en todo el metraje. La experiencia sensorial completa de la propuesta lleva al espectador a entender en unidad las pequeñas píldoras de personalidad que va dejando por el camino: la boda medieval, los aquelarres, el club nocturno, no se entenderían igual de no estar ligadas a la música y el sonido, que ayudan a contextualizar la obra como entidad global. Así, cuando subvierte los códigos del thriller clásico, ese que utilizaba el cuerpo femenino como instrumento para alcanzar un objetivo —recordemos estandartes de los años ochenta como Vestida para matar (Brian De Palma, 1980)—, se descubre como una extraña pieza que recoge los fundamentalismos de décadas pasadas y los incluye con un cambio de punto de vista de un modo parecido a como hiciera Ana Lily Amirpour con la fantástica Una chica vuelve a casa sola de noche (2014): el hecho sigue siendo el mismo, la sexualidad como arma capaz de controlarlo todo, pero la lente a través de la que estamos mirando no la convierte en un acto de sumisión, sino de enaltecimiento, de liberación a través de la propia identidad. Lo realmente asombroso de The Love Witch es que, usando viejos códigos en un verdadero amasijo referencial, consigue crear algo nuevo y refrescante: ningún elemento ha nacido con la película, pero la conjunción de todos ellos, junto con la particular visión creativa de Anna Biller, coloca la obra en el panteón de las creaciones únicas. No hace falta un filtro de amor para caer rendido ante ella.