Revista Cintilatio
Clic para expandir

Las ocho montañas (2022) | Crítica

Mal de altura
Las ocho montañas, de Felix Van Groeningen, Charlotte Vandermeersch
Felix Van Groeningen y Charlotte Vandermeersch dirigen una película ambiciosa en su naturaleza que, pese a proponer grandes temas y escenas de exquisita delicadeza, se queda atrapada en una narrativa circular a la que le cuesta encontrar la salida.

Durante gran parte del metraje de The Eight Mountains (Felix Van Groeningen, Charlotte Vandermeersch, 2022) no pude quitarme de la cabeza que estaba viendo una suerte de versión transalpina de Hacia rutas salvajes (Into the Wild) (Sean Penn, 2007). Una mucho más centrada en eso que denominamos, tirando de anglicismo, como daddy issues. Con una suerte de filosofía muy Thoreau detrás, una que llena la pantalla de lucha interior por alcanzar el «yo» y sentimiento de pérdida por no encontrar el propio sitio en el mundo. The Eight Mountains, que está dirigida a cuatro manos por el ya conocido Felix Van Groeningen y la debutante tras las cámaras Charlotte Vandermeersch —quienes toman como punto de partida la novela de Paolo Cognetti para llevarla al audiovisual— goza de buena salud estética, pero también de cierta afectación en las maneras a la hora de encontrar su mensaje: con un punto de Malick por aquí y otro de Tarkovski por allí, se queda en tierra de nadie en su análisis introspectivo de sus dos protagonistas, dando la sensación de que, con el paso de los minutos, el concepto que pugna por alcanzar se pierde en un horizonte que, a estas alturas, está ya transitado. Porque sí, pensamos en Alexander Supertramp arrojado a la naturaleza salvaje, desprovisto de toda atadura mundana para enfrentarse a sus monstruos interiores; también en el muy freudiano concepto del padre como fuente del malestar en la adultez; y en una unión fraternal que conecta con las raíces, con la tierra, con la soledad. Pero tampoco sería justo negar que el tándem de cineastas consigue alcanzar, en determinados momentos de lucidez, algo bello y perspicaz, que se sale de estos renglones para ser algo más que un cúmulo de eventos referenciales. Aunque para ello haya que pagar algún peaje.

Aunque deja un poso intelectualmente estimulante, acaba pagando el precio de jugar la carta de la existencia sin tener algo tangible que la secunde.

Alessandro Borghi y Luca Marinelli encarnan a la versión adulta de Bruno y Pietro.

En lo argumental, la obra sigue a Pietro y a Bruno —muy solventes Luca Marinelli y Alessandro Borghi— desde su niñez hasta la adultez en una versión dilatada del coming of age clásico, haciéndolos converger en varios puntos de su ciclo vital y divergir en otros tantos, formando un mapa en el que los dos amigos se van complementado y separando a medida que la vida se lo impone. El problema es que, si algo afea el conjunto es, finalmente, la sensación de estar nadando en un meandro narrativo que no encuentra su desembocadura, que va de un lado a otro —en este caso, literalmente— sin llegar nunca a plantar su semilla con solidez: demasiadas metáforas trufan el metraje de The Eight Mountains —el árbol que es trasplantado y, contra todo pronóstico, sobrevive; el viaje físico como alegoría del viaje emocional; las ocho montañas del título…—, y pocas logran escapar de la dispersión a la que acaba sometida en su conjunto. La exploración de los traumas de identidad y de la relación entre lo que se desea y lo que se necesita, así como un homoerotismo latente muy interesante, funcionan a buen nivel salvo cuando Van Groeningen y Vandermeersch tratan de abarcar demasiado, siendo finalmente ese tipo de película que saldría beneficiada si bajara unas cuantas revoluciones de intensidad y entrara en lo íntimo sin tanto aspaviento ni manierismos psicológicos. The Eight Mountains es, de este modo, una película a la que cuesta darle la oportunidad de explicarse, que gira con demasiada insistencia alrededor de un mismo elemento y que, aunque deja un poso intelectualmente estimulante, acaba pagando el precio de jugar la carta de la existencia sin tener algo tangible que la secunde. Y a eso le podemos llamar, tranquilamente, mal de altura.