Cuando se posee una filmografía tan extensa y consistente, siempre tiene que haber una nota discordante que podamos considerar fuera de la línea principal, como una subtrama, un alivio cómico que complemente la narración principal y sirva para poner en valor todo lo demás. En el año 1979, cuando David Cronenberg, el maestro del horror corporal, ya había rodado las muy potentes Vinieron de dentro de… (1975) y Rabia (1977), decidió dar rienda suelta a sus apetencias más mundanas y se enfrascó en una película que, alejada de todo lo que había hecho antes —y todo lo que haría después—, se entregaba a la velocidad, el caucho quemado, la grasa y el nitrometano. Curioso es recordar, asimismo, que ese mismo año estrenaría Cromosoma 3 (1979), casi como dando a entender que esta Tensión en el circuito era un extraño paso al lado que tenía como única intención echarse unas risas mientras ponía a William Smith y a John Saxon delante de la cámara a llevarse francamente mal y filmar las carreras de coches más espectaculares que se podría permitir cualquier producción de serie B de la época.
Lo cierto es que la película no tiene grandes virtudes que reseñar que la sitúen más allá de lo que es: un divertimento inocuo que es mucho más interesante por el hecho de saber que detrás de la cámara está David Cronenberg que por lo que pueda significar por sí misma. Al estar situada entre obras de profundo calado filosófico, podemos caer en la tentación de intentar ver en ella cualquier tipo de metáfora o alegoría, pero la verdad es que el ínclito cineasta no tenía ninguna intención más que contar una historia sencilla y hacer pasar al espectador un rato divertido y predecible. En Tensión en el circuito seguimos a un veterano piloto de carreras que tiene problemas con su representante, un John Saxon desatado paródicamente déspota que no duda en usar tácticas de lo más rastrero para quitárselo de encima. Cronenberg ofrece espectaculares carreras de dragsters —unos coches que están diseñados para desarrollar la mayor aceleración del mundo corriendo en línea recta—, y alguna que otra explosión en un guion sencillo sin ningún tipo de pretensión. Claro que es posible ver su mano detrás de toda esta absoluta locura que no se toma muy en serio a sí misma, en determinados primeros planos y algún arrebato de violencia concreto de inusual potencia en el que no faltan trajes ignífugos y algunos pechos desnudos, pero no podemos hablar bajo ninguna circunstancia de estar ante un filme que evoque las maneras y obsesiones que convirtieron al director en lo que es hoy en día.
Cronenberg ofrece espectaculares carreras de dragsters, y alguna que otra explosión en un guion sencillo sin ningún tipo de pretensión.
La cinta, por otro lado, y al margen de sus particulares orígenes, no aburre en ningún momento y consigue lo que se propone: divertir. Sus personajes, todos ellos adscritos a un arquetipo estandarizado, actúan como se espera que lo hagan, desde el veterano conductor interpretado por William Smith, un poco sobrado pero inofensivo —algo así como el precedente de un Dominic Toretto setentero—, hasta su fiel pupilo, dispuesto a seguir sus pasos cueste lo que cueste, pasando por la chica de la función, la malograda Claudia Jennings —quiso la providencia que falleciera ese mismo año en un accidente de coche, siendo Tensión en el circuito su última película—, que representa el futuro por el cual merece la pena dejar de quemar goma en el asfalto.
Así las cosas, esta rara avis es más un bocado extra para completistas de la obra del canadiense que un filme a tener en cuenta por su entidad individual. A pesar de que su contenida duración y lo acelerado de su desarrollo contribuyen a que se mantenga en la memoria con indulgencia y una sonrisa, no podemos negarle algunos momentos de bochorno que deja para el recuerdo —esa escena que tiene que ver con una lata de aceite para motor y un torso desnudo, ese robo de coche tan Mortadelo y Filemón— que, si bien no ensucian una película que desde su propia concepción nace como una travesura menor de su creador, la colocan en el punto exacto en el que confluye lo canalla con lo entrañable.