Siento debilidad por el cine que propone Mikel Gurrea, del tipo tenso e inmisericorde con el espectador, siempre preocupado de mantener una rigidez formal que hace que a cada plano le cueste respirar y ahogue con cada inflexión al que está mirando, sin saber exactamente si todo va a saltar en mil pedazos por el aire ni en qué momento. La verdad es que Suro, que por otro lado es una primera obra —y qué preciosidad haberse estrenado en el largometraje así—, ofrece todo un universo de matices, de relaciones, de contradicciones incluso, en las que los personajes interactúan entre sí con la misma intensidad que con el entorno, creando tanto las tensiones como las distensiones: de este modo, Suro se siente como una mirada hacia la veracidad mucho más intensa de lo que podría parecer, ya que evita con cada escena emitir una voz que juzga y esquiva los absolutismos en beneficio de la riqueza semántica. Gurrea combina los espacios creando un ecosistema fílmico muy matizado, en el que no solo hay hermetismo, sino también expansión: por un lado, la naturaleza vista desde la tensión que genera la ruptura del corcho; por el otro, la constricción formal de los espacios cerrados enfocados desde una deconstrucción de la relación de pareja. De este modo, Suro tiene algo polanskiano en el modo en que se posiciona en el espacio abierto y también en el espacio negativo, fabricando tensión física a través de la propia tensión personal.
Una ópera prima de grandísima altura, con la habilidad suficiente como para explorar grandes temas sociales pero también la delicadeza de traerlos a primer plano sin maniqueísmos.
En cuanto a su sinopsis, podríamos cerrarla así: una pareja que está a punto de tener su primer bebé se muda al campo, donde deberá enfrentarse a sus propios conflictos y a los que manan de su nueva posición laboral, ahora ligada al corcho y a los alcornoques. De este modo, Gurrea hace uso de un contexto muy cerrado para crear un microcosmos amplio y bien apuntalado, en el que no hay ni estigmatización ni mercantilización —como sí ocurre en otras propuestas actuales como As bestas (Rodrigo Sorogoyen, 2022), con la que comparte enfoque rural—, y donde sus metáforas no caen en ningún momento en el terreno de la apropiación, sino que crecen en torno a las resonancias entre la relación de pareja de los protagonistas y el propio acto de la recolección del corcho sin crear agenda oculta. De este modo, Suro no solo se detiene en lo interpersonal, sino que accede a todo un abecedario de texturas sociales en el que la relevancia está garantizada: la tensión por el privilegio, las diferencias de clase y sus eternas contradicciones —con razón aparece Clara Roquet entre los consultores de guion—, la xenofobia, la precarización laboral. Todos temas representados en la pieza sin interés monopolizador, algo que se agradece enormemente al no estar pretendiendo hacer tesis de ninguno de ellos ni guiar el espectador por un camino impuesto, sino que propone un ambiente que debe ser puesto en perspectiva desde fuera. En este punto, debo hablar sobre Pol López y Vicky Luengo, protagonistas absolutos de la pieza: si bien el primero hace vibrar con un personaje contenido muy rico en matices que sabe explorar con absoluta precisión, es ella la que trae una interpretación de las que se recuerdan incluso más allá de la obra, tanto por la deflagración que es capaz de provocar como por la inmensa contención que puede llegar a mostrar. Al final, lo cierto es que Mikel Gurrea ha encontrado con Suro una ópera prima de grandísima altura, con la habilidad suficiente como para explorar grandes temas sociales pero también la delicadeza de traerlos a primer plano sin maniqueísmos. Y qué final tan bello. Qué final.