Kristen Stewart se ha entregado en cuerpo y alma a convertirse en Lady Di, de eso no cabe la menor duda. La película va avanzando extraña, a tumbos, como resolviendo a favor de un tipo de cine que prefiere sentarse a esperar que las cosas ocurran a forzarlas a que, simplemente, se hagan realidad. Pablo Larraín no quiere hacer un biopic al uso, y desde luego que Spencer no lo es: dedicado a explorar más un estado de ánimo, o quizá el interior, el modo de comprender y enfrentarse a un mundo que la aprisionaba y atormentaba, la película sobre la princesa de Gales no da realmente datos ni una exposición concisa acerca de nada en absoluto. Y es mejor así. De este modo, la aproximación a la creación de Larraín no deja de ser una interpretación, una suerte de interiorización de unos sentimientos y unas emociones que siempre fueron públicos y siempre estuvieron ahí, a merced de un mundo sediento de información de la realeza inglesa, pero que estaba reservada a la intimidad de una persona tan enigmática como era Diana Frances Spencer. Kristen Stewart, como decimos, alcanza la mímesis más grande de su carrera, y va sorteando con bastante más éxito que fracaso los obstáculos de la sobreimitación o la parodia: los gestos recuerdan, pero no caricaturizan; la dicción y la voz evocan —y esto es digno de aplauso, recordemos que Stewart es de California—, pero no exageran. Por momentos, la actriz desaparece para dejar paso a la malograda princesa, y muestra a una personalidad complicada y controvertida que no encontraba su sitio ni aquí ni allí, y que por más que se empeñaran los unos o los otros, era completamente indomable.
No es un retrato, es una sensación; un viaje interior que no describe, sino que evoca, que no traza, sino que sugiere.
La película de Larraín sigue a Lady Di durante solo un fin de semana, el que corresponde a las fiestas de Navidad. Eso es todo. Y a la vez, es más que suficiente. El chileno gira alrededor, constantemente, del sentimiento de pérdida, de abandono, de desconexión, de estar en un mundo que no es el que debería ser. Busca en el baúl de los recuerdos de alguien sometido al control más absurdo posible por «el bien del pueblo», y recoge ideas y planteamientos fílmicos que están en amplia consonancia con el concepto final que existe detrás de toda la película, de toda la ejecución y todo lo que queda después del visionado: que el pasado, el presente y el futuro convergen en un mismo punto cuando no hay, realmente, ni pasado, ni presente, ni futuro. Que en un mundo en el que las cortinas siempre tienen que estar cerradas por el miedo constante al «qué dirán», el río natural por el que fluyen las cosas se detiene en una especie de interregno en el que todo y nada se define en base a sí mismo. Para una forastera, que es, al fin y al cabo, lo que era Diana de Gales, la entrada a un mundo ordenado en base a unas normas completamente diferentes y basadas en un arbitrio disfuncional y de tradiciones irrisorias, ese pasado, ese presente y ese futuro serán lo único que dependerá, al final, de ella misma. La interpretación de Kristen Stewart dará buena cuenta del mundo interior de la princesa y de la relación tormentosa con su marido, y descubrirá las facetas que subyacen a la imagen pública, a las capas que viven bajo los metros de protocolo y el «sal bien en la foto». Spencer no es un retrato, es una sensación; un viaje interior que no describe, sino que evoca, que no traza, sino que sugiere. Pablo Larraín ha sabido plantear una imagen llena de oscuridad de la luz más brillante, y con eso nos quedamos. Aunque la amenaza de Ana Bolena esté en el aire.