Barro, un bosque ancestral en el que se respiran las cenizas de las que ardieron; los árboles se cierran bajo el cielo en actitud amenazante, como diciendo «esta es nuestra casa, de aquí no podrás escapar». Una guarida, al fin y al cabo, en la que poder estar a salvo, representada bajo la imponente forma de la madre naturaleza que todo lo mira desde la omnipresencia. Así, Charlotte Colbert conjuga su fábula, integrando en un imaginario de cuento gótico su mensaje feminista, de sororidad, en el que bajo el manto de la noche hay seguridad para las que se quedan en los bosques, como espíritus libres que una vez ardieron. La premisa, maravillosa, no estará exenta de ciertas discrepancias en el punto de vista y en la narrativa. Por un lado, el enfoque: participando de la convención de la venganza, y casi relegando la pieza a una suerte de rape and revenge disfrazada de onirismo, traiciona una premisa que parecía pretender en sus primeros compases ofrecer un feminismo interseccional —introduciendo el personaje racializado interpretado por Kota Eberhardt y otros interesantes recursos que finalmente quedaron en nada— para acabar cayendo en cierto aburguesamiento y terminar pareciéndose más a una reinterpretación de los sucesos acaecidos durante el rodaje de El último tango en París (1972) y que involucraron al director Bernardo Bertolucci, a Marlon Brando y a Maria Schneider. La mirada de Charlotte Colbert se queda, así, en lo superficial y lo meramente visual al abandonar la profundidad temática al esteticismo y la ornamentación, que en este tema no es suficiente para penetrar un sentimiento y una realidad que necesita algo más para resultar trascendente.
Una película que atrapa en lo visual pero que se disipa cuando tiene que mantener el punto de mira sobre un solo objetivo.
Por otro lado, el sentido de la narración, abandonado a su suerte desde el momento en que la pieza se transforma en un cuento de hadas naturalista que confía todo su poder a las imágenes y no a su núcleo teórico y que, de nuevo, se traiciona a sí misma al saltarse sus propias reglas: al avanzar sobre la vendetta, un concepto introducido en su núcleo ya presentadas las cartas, y abandonar la interesantísima reflexión de la autoimagen, de la aceptación de una misma, de la sororidad más allá de sentimientos negativos, Colbert viste de lirismo y unas imágenes embriagadoras —porque la visceralidad, el componente orgánico y háptico conque rodea su tesis es ciertamente cautivador— algo que no se beneficia en absoluto de tanto decorado, y que parece quedarse a una distancia equivalente del entusiasmo de Revenge (Coralie Fargeat, 2017) y de la poesía de Una chica vuelve a casa sola de noche (Ana Lily Amirpour, 2014), sin ser, por supuesto, ninguna de ellas. She Will presenta una mitología propia que bien podría haber avanzado sin miedo sobre su propia identidad sin haberse reformulado y modificado tanto y tantas veces: el imaginario de aislamiento y brujas del bosque, de la mujer mastectomizada de pasado doloroso y de la joven abnegada de gran nobleza merecía un tratamiento que se cerrara con más ímpetu sobre un guion demasiado difuso sobre el que hay mejores ideas visuales que diegéticas. Una película que atrapa en lo visual pero que se disipa cuando tiene que mantener el punto de mira sobre un solo objetivo, que se mantiene viva durante el visionado por lo importante de su parrilla de salida, pero que no es capaz de salvar la distancia que separa la película relevante de la atractiva y se queda atrapada en su propio barro negro.