El fatalismo, entendido como un engranaje que descubre las debilidades y bajezas de una sociedad en constante jaque, suele llevar consigo un aura de poesía intangible. En el caso de la obra que nos ocupa, la decadencia personal y relacional que expone conecta directamente con la queja vacía primermundista, la de los que están más llenos de ira por la futilidad de la existencia que por el devenir de la propia realidad. Damiano D’Innocenzo y Fabio D’Innocenzo recrean en esta Queridos vecinos (2020) una suerte de vacío social que transfiere sus bajezas y mezquindades en vertical, de padres cansados, iracundos y profundamente viles a hijos dolientes que han de estar bajo el yugo y la maldad intrínseca y expansiva de unos progenitores —unos adultos, en realidad— que son capaces de sorprender por sus muy diversas y creativas formas de ser incompetentes. El filme sitúa al espectador en la tesitura de soportar un verano de un barrio periférico de Roma no identificado con apariencia de gueto de lujo, hasta el punto de que lo más lógico sería considerarlo, dadas las particularidades del magnífico guion que también firman los hermanos D’Innocenzo, que todo lo visto es una representación, un gran escenario teatral diseñado específicamente para la tragicomedia. Aquí, una serie de familias, de las que no sabríamos decir cuál es más cicatera y ruin, conviven —por decir algo— y organizan sus vidas alrededor de la comparativa, la envidia, y la beligerancia, todos ellos matrimonios convencionales que agitan a sus hijos-trofeo para presumir ante todos los que estén cerca. Así, estos vástagos, retoños de la mezquindad, construirán una identidad paralela que despertará a la sociedad como bestia, a la resignación, o incluso al origen de todo lo malo que existe a nuestro alrededor.
La obra es una fábula —o como reza su título original, Favolacce, un cuento de hadas—, una particularmente descorazonadora. Teniendo en cuenta su propia concepción, que desde el mismo comienzo nos pone sobre aviso a través de una voz en off que funciona como nexo entre lo que es verdad y lo que no —o eso tendremos que creer—, Queridos vecinos tiene de fondo un punto existencialista que se significa precisamente porque desdibuja la línea de la certidumbre, de lo que es y lo que no es. Los diálogos que mantienen los personajes entre sí se suceden entre la extrañeza que generan; sus comportamientos, inadaptados y violentos desde su estructura e insultantemente insensibles, descuartizan la posibilidad de la redención; su apariencia incluso, como de adolescente poligonero, choca frontalmente con el tren de vida que parecen llevar. Es esta una película que invita a entrar en ella dejando a un lado los escrúpulos y la concepción, digamos, «normal» de la moral y la ética, ya que descompone en partes puras y fácilmente identificables los rasgos de carácter de una sociedad enferma —maldad, ira, machismo, violencia, envidia— y los sitúa como los padres de toda la podredumbre que vendrá después, la que simbolizan esos hijos apartados y receptores de la iniquidad, que podrán manifestarse como un reflejo tenebroso y asalvajado de lo que la sociedad ha ido creando para ellos, poco a poco, sin prisa pero sin pausa.
No solo es una sátira o un enorme espejo que en vez de reflejar insulta en la cara, sino un revulsivo total que se mira en la decadencia y la sociedad más fatalista y responde con descaro y una punta muy afilada.
Mientras, como decimos, basa su estructura en una narración subjetiva y temporalmente difusa. Esta cualidad de lo irreal conecta la obra de los hermanos D’Innocenzo con su parte más simbólica: las diferentes familias que integran el terrible vecindario que atestiguamos, reales o no, suponen el principal aliciente en cuanto al subtexto de la obra. Así, todos los padres y todas las madres representan la decadencia de la clase media, la que se ha anclado en un ideal de vida destructivo y abandonado al hedonismo de baratillo y construye una paternidad desquiciada e irresponsable. Los hijos, la infancia abandonada, que actúan en Queridos vecinos como los verdaderos protagonistas, responden a las instigaciones, los desprecios y el maltrato como un reflejo infantilizado de las pulsiones de esos adultos, y componen un todo dentro del propio filme que quiere simbolizar que recogemos lo que sembramos, que lo que ocurre es, al final, una reacción a las enseñanzas involuntarias. Mientras tanto, la joven embarazada —Ileana D’Ambra en el papel de Vilma Tommasi—, como la víctima ya crecida del sistema de creencias instaurado por esos progenitores desalmados, altera la narración como el contrapunto sarcástico y rebelado que, después de todo, es casi el único personaje que, aunque parezca todo lo contrario, no está como una regadera: lo único que es capaz de hacer es devolver la injusticia en forma de cinismo y desvergüenza. Queridos vecinos, después de todo, no solo es una sátira o un enorme espejo que en vez de reflejar insulta en la cara, sino un revulsivo total que se mira en la decadencia y la sociedad más fatalista y responde como la obra de altura que es: con descaro y una punta muy afilada.