Revista Cintilatio
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PVT CHAT (2020) | Crítica

Tragando ceniza
PVT CHAT, de Ben Hozie
Como un híbrido entre el artefacto sociológico de mirada oscura y el ensayo generacional sobre la desconexión personal en plena era tecnológica, Ben Hozie entrega una obra perturbadora y de potente discurso que desciende a las cloacas del siglo XXI.
Por David G. Miño x | 6 junio, 2021 | Tiempo de lectura: 6 minutos

Vivimos momentos extraños. Pandemias, crisis económicas, conflictos armados. La tecnología domina el modo de entender la sociedad, cada vez más desconectada de lo que un día fue —no necesariamente mejor por definición, pero quizá menos incomprensible—, y ni las relaciones ni la propia interacción con uno mismo se han salvado de una evolución convulsa y sujeta a cambios permanentes: golpear dos veces con el dedo en una pantalla supone un gesto de aprobación internacional, como un esperanto por fin aceptado; hablar mirando un pedazo de plástico o metal buscando en él las respuestas que se desconocen ha venido para quedarse, y conceptos que a los que peinamos canas nos sonaban a marcianada hace un par de décadas como «teletrabajo» o «compartir piso pasada la treintena» tienen ahora una vigencia imposible de cuantificar. Ben Hozie, fiel heredero del cine de Soderbergh —el más truculento, el de The Girlfriend Experience (2009) o Sexo, mentiras y cintas de video (1989)— o los Safdie, propone en esta PVT CHAT (2020) una entrada a las cloacas de la vida neoyorquina despersonalizada y capitalizada de esta década, dominada por la mugre y la oscuridad, en la que seguiremos de cerca a un joven, Jack —un carismático y notable Peter Vack—, que vive del blackjack online y reduce sus interacciones sociales, tanto de amistad como sexuales, a lo que ocurre detrás de su webcam, y que tiene serias dificultades para cogerle el pulso al intercambio personal en vivo. Aficionado a los servicios de una dominatrix vía internet, solo obtiene placer cuando paga por él, aunque la línea que separa lo virtual de todo lo demás se desdibuja cuando se obsesiona con Scarlet —maravillosa Julia Fox, que viene de brillar en la muy interesante y también generacional Diamantes en bruto (Ben Safdie, Joshua Safdie, 2019)—, esa dominadora en catsuit que, igual que él, vive a través de una pantalla atrapada en el mismo zeitgeist.

Hay una suciedad muy real en el modo en que Jack camina y lucha contra —o es absorbido por— los tiempos en medio de ese Nueva York húmedo y decadente. El del siglo XXI, podríamos decir, consumido por los impulsos neoliberales del consumo exacerbado sujeto a unas leyes económicas que destruyen sueños e ideales. Es Jack, el personaje, quizá una representación total del modelo que hemos implantado como modo de vida y hemos aceptado como endémico de nuestra era, una versión hipervitaminada del futurismo que en los años ochenta nos parecía válido pero que ahora hemos normalizado hasta el punto de considerarlo un paso lógico en nuestra vida: puede que PVT CHAT no aporte una línea vital al debate postecnológico, pero desde luego que su esencia misma apela al sentimiento de pertenencia de una generación que no «es» la perdida, pero sin embargo podría «estarlo». Su mirada oscura y triste nos sitúa en el enorme basurero que pueden llegar a ser los edificios por detrás, las tiendas que congregan a los que sobran pero aparentan, los portales llenos de neones moribundos y las galerías de arte que no son más que un montón de sueños rotos. Jack, pobre diablo, viene a representar un modelo que nació en «game over», el que se enamora de una figura inalcanzable por lo virtual. Quizá la mayor aportación que puede hacer PVT CHAT al diálogo de la interrelación millennial sea precisamente que reinterpreta el aquí y el ahora: la pantalla a través de la cual mira para encontrar lo que no tiene sustituye la vida en sí misma, no como intercambio, sino como alternativa viable. El amor y el sexo, la verdad, la convierte Ben Hozie en una alcantarilla maloliente y peligrosamente realista en la que las relaciones personales solo tienen sentido cuando ocurren en la mente, en el acto onanista por excelencia, el de satisfacer los propios impulsos en una imagen idealizada de lo que realmente existe.

Una obra irregular pero fascinante, descorazonadora y extraña, que completa una disertación de mano firme sobre la mugre vital que no deja alternativa y que se cerca más y más sobre los inadaptados por imperativo social.

La conexión que brota de esta idea de la jaula emocional en la que nuestro Jack vive sin demasiados reparos y el capitalismo puro de los mercados que suben y bajan, de los modos de vida basados en la incertidumbre y el riesgo constante, de las relaciones de mentira, del suicidio como acto psicológico que ocurre antes del físico, eleva el filme un nivel por encima de lo esperado en cuanto a su potencial evocador. Su erotismo explícito, gráfico en lo sexual pero seco y decadente en la práctica, al final, es otra muestra más del hermetismo en el que existe la generación que ve un triunfo en una buena mano de blackjack y un modo de vida en mirar cartas virtuales a través de una pantalla. Cuando contrapone el ideal con el hecho en sí mismo —Jack conversando, tragando ceniza y excitándose con Scarlet mirando fijamente a su portátil, pero incapaz de resultar adaptativo cuando la cosa se vuelve real; Scarlet dura y confiada en su sala de chat, pero frágil, delicada, cándida y humana al fin y al cabo en el mundo exterior— revela unas inquietudes intelectuales que, aunque no inéditas, sí que tienen la suficiente carga estilística —la puesta en escena semidocumental, la noche eterna— como para proponer interesantes epígrafes al debate: el padre que se juega el dinero que ha conseguido con mucho esfuerzo para la universidad de su hijo a un todo o nada con escasísimas posibilidades de éxito, la amiga que es rechazada por la entelequia que supone Scarlet —notemos el juego de palabras que supone su nombre/alias, en el que la palabra «scar» significa «cicatriz» en inglés—, ese final casi optimista pero terrible por lo que implica. PVT CHAT es, al final, una obra irregular pero fascinante, descorazonadora y extraña, que completa una disertación de mano firme sobre la mugre vital que no deja alternativa y que se cerca más y más sobre los inadaptados por imperativo social. No será fácil, ni cómoda, pero su extrañeza es, con todo, el símbolo de nuestros tiempos.