Pacifiction es una película de sensaciones, muy en la línea de un cine, el de Albert Serra, que conecta por la vía orgánica e intelectual. Una película peligrosa, de imágenes cautivadoras y febriles, en las que cabe el silencio, la contemplación, lo oscuro y lo siniestro. El cineasta compone a lo largo de casi tres horas una fábula oscura que exuda amenaza, que posee un apartado visual de los que crean escuela y perduran, por su inmensidad, por su poesía nocturna, por su absoluta e inabarcable belleza. Serra se va con Pacifiction (2022) a Tahití, en la Polinesia Francesa, donde un representante del estado francés que sondea a la población local para recoger información deberá lidiar con el rumor de que se van a retomar los ensayos nucleares en la región. Es de este modo que Serra pone su amplia mirada autoral al servicio de una historia que se vuelve sórdida con el paso de los minutos, en la que tiene tanta relevancia lo que ocurre como lo que podría ocurrir, lo que es verdad como lo que debería serlo. El inmenso Benoît Magimel se come la pantalla como protagonista absoluto de la obra en una creación de personaje ejemplar, carismático y oscuro como la noche, de formas impecables y sonrisa siniestra. La verdadera potencia de Pacifiction recae sobre el hecho de que guarda la capacidad de mantener en vilo durante su dilatado metraje en una explosión de colores y sonidos, de colosal plasticidad en la que no importa tanto una narrativa tectónica y flemática sino el modo en que penetra, atrayendo al que observa como si de un gigantesco imán del que es imposible huir se tratara.
Un acto relevante de fe cinematográfica, en el que no hacemos sino abrazar la incertidumbre en una obra infinita, poética, siniestra, noctámbula y de valor visual inagotable.
Pacifiction va hacia arriba, y mientras elabora un juego simbólico en el que lo que vemos es lo que parece, pero también es mucho más que eso, va bajando poco a poco hacia el infierno de la duda y lo terrestre, rodando planos de puro fuego e inquietud, atravesando cada lugar común por el pecho hasta construir un mundo agónico. Su representación de la geopolítica de hilo fino, de esa clase política más acostumbrada a mentir y convencer que a cualquier otra cosa, con esos monólogos de Magimel que entran en la categoría de lo fantasmagórico sin perder ni un poco de intensidad dramática, representan un activo fílmico apasionante, uno que reinterpreta la película política accediendo a ella desde lo espectral: con una mirada que cuestiona la realidad y la percepción, avanza inmisericorde conquistando la lírica y la estética, trazando una realidad que esboza un potentísimo estado mental, uno que culmina en una última traca tan narcótica y hechizante, tan misteriosa y reveladora, que transforma el todo en un fragmento de cine imposible, uno de sonidos oscuros de los que cuesta despegarse de encima una vez se encienden las luces. Porque incluso la posibilidad de acceder a sus imágenes del mismo modo improbable con el que lo hacemos a las de Apichatpong Weerasethakul es un acto relevante de fe cinematográfica, en el que no hacemos sino abrazar la incertidumbre en una obra infinita, poética, siniestra, noctámbula y de valor visual inagotable.