Lo comentábamos cuando hablábamos de Lorelei (Sabrina Doyle, 2020), una película con la que esta Ondina. Un amor para siempre (Christian Petzold, 2020) comparte núcleo, o base mitológica, pero bajo ningún concepto desarrollo: las ondinas son, en la cultura griega, ninfas acuáticas, pero es en el posterior mito de Ondina —como nombre propio— en el que se apoya la sobresaliente película del cineasta germano. En la leyenda, la ninfa se enamora de un hombre mortal, que le jura lealtad eterna «mientras se mantenga despierto»; como es de imaginar, el muchacho caerá en los brazos de otra mujer, siendo descubierto con las manos en la masa por la propia Ondina, quien con dedo acusador le maldecirá: «Me juraste fidelidad por cada aliento que dieras mientras estuvieras despierto y acepté tu promesa. Así sea. Mientras te mantengas despierto, podrás respirar, pero si alguna vez llegas a dormirte, ¡te quedarás sin aliento y morirás!». El filme actualiza la leyenda y le da dirección, eliminando de la ecuación la cualidad de «pasiva» o «simple receptora» de la protagonista y convirtiendo los hechos en una constante vuelta de tuerca sobre lo ya sabido. Además, y usando para ello bellísimas metáforas visuales que siempre tienen que ver con el agua y su inmensidad, convierte el visionado en un maravilloso recordatorio de que el cine existe para transportarnos a otros mundos, aunque sea más allá de lo inteligible y deje en mayor medida la sensación de poema que de relato.
Ondina es una historiadora que da charlas sobre la historia de Berlín y sus particularidades urbanísticas que será traicionada por su pareja, momento en el cual se encontrará con otro hombre con el que iniciará una relación muy intensa. La belleza absoluta y siempre subtextual del filme de Christian Petzold pasa por la constante interrelación que establece el cineasta y guionista entre la profesión de Ondina y el amor como concepto, manteniendo una originalidad en el discurso que traspasa las fronteras de lo convencional: al final, las cosas permanecen inmutables con el paso del tiempo —tal y como expone la joven en sus conferencias, siempre en relación al desarrollo urbano de la capital alemana—; por más que se haga el esfuerzo consciente de modificarlas y adecuarlas a los tiempos, la esencia siempre saldrá a relucir de un modo orgánico e inviolable. Ondina. Un amor para siempre va más allá de los límites del mito, no obstante, para componer una historia de amor llena de preciosismo estético, de pequeños detalles que siempre conectan con alguna idea o referente, pero que atraviesan tanto la pantalla y están tan llenos de significado de por sí mismos —Ondina agarrada al enorme siluro, el buzo roto, el mortal dando aliento a la ninfa abatida, el nombre tallado en las profundidades— que no necesitan la comparativa con sus puntos de inspiración, sino que se enriquece con ellos. Siempre buscando un verso fílmico, si es que existe tal cosa, Petzold convierte en vigente lo anticuado a través de la belleza cotidiana, las miradas y los inspirados símiles —las fachadas, los túneles, los palacios, con las relaciones, la pareja, el amor— y todo lo que rodea a la Ondina protagonista, todo sea dicho, interpretada por Paula Beer con semejante sensibilidad y poder de atracción —que la hicieron valedora del premio a mejor actriz en el Festival de Berlín— que, aunque solo fuera por ella, el visionado estaría justificado.
Va más allá de los límites del mito para componer una historia de amor llena de preciosismo estético que no necesita la comparativa con sus puntos de inspiración, sino que se enriquece con ellos.
Esa poesía que es capaz de transmitir, decíamos, de un modo nada impostado y siempre respetuosa con el espectador, que no pretende deslumbrar con complejas lógicas enrevesadas, guarda tanta delicadeza y sencillez formal que es imposible no caer rendido ante ella, ante Ondina entrando en el agua, ante Ondina mirando por la ventana, o ante Ondina siendo, simplemente, Ondina, tan indescifrable como magnética, tan visceral como meditabunda. Christian Petzold orienta a su público en un filme que no tiene la necesidad de revelarse como abanderado del cine de autor ni mucho menos como un adalid del cripticismo, y consigue conversar de tú a tú mientras mantiene en primer plano una historia de amor que se mira en la tragedia clásica o en los romances shakespearianos con la misma facilidad que en los silencios cotidianos o las historias de todos los días. Ondina. Un amor para siempre conquista por su sencillez semántica, esto es, no pierde el tiempo en hilar historias alternativas o anclas diferentes que vayan más allá de su precedente mitológico y su propia realidad conceptual, y gracias a esto se mantiene firme en su propósito de conmover aunque sea desde la distancia, desde la situación de no saber leerla en su totalidad pero sí poder sentirla o hacerla propia. Qué gran acierto el de Christian Petzold.