Vuelve el Jordan Peele de Nosotros (2019), el de la avalancha de detalles simbólicos, embarcado cada vez en imágenes más poderosas en lo estético, en el impacto sobre la retina. Si bien la atmósfera y la estructura se acomodan enseguida y palpablemente en el wéstern, abre con un tono y una potencia salvajes y ambiciosas; mejor dicho: agoreras, con un versículo de la Biblia que es una una declaración de intenciones y, a la vez, una acusación que nos atañe a todo ser viviente y sobre lo que va a versar el gran grueso del mensaje del cineasta. «Y echaré sobre ti inmundicias, y te afrentaré y te pondré como estiércol. (…) Y te pondré como espectáculo». Espectacular, sin lugar a dudas, es un adjetivo que se ajusta a esta cinta como un traje a medida, y sobre todo a esa apertura única. En lo anecdótico, en la sala de cine, a nuestra espalda, una vez finalizada esta odisea fílmica que no va a dejar a nadie indiferente, se oye una voz impresionada: «no sé si sé muy bien lo que acabo de ver, pero me ha divertido mucho». Y esa es la trayectoria que ha ido masterizando Peele: que puede ser disfrutado tanto por un público más generalista, por quienes carezcan de un interés profundo por los entramados metafóricos político-sociales, el lenguaje fílmico, como por aquellas personas que estén deseando revolcarse en todo ese laberinto de capas lleno de arbustos y frutos vistosos que no vamos a desgranar para no desbravar este maravilloso refresco. Bastaría como ejemplo de su complicidad, el hecho de que el trauma con el que comienza la narración, sabiamente sugerido mediante la ocultación de la violencia explícita, y un par de pistas —brutales, de encogerse el estómago, porque lo vemos todo hecho sin que el gore lo parodie ni le reste gravedad— homenajea al nombre de la propia productora, Monkeypaw. Esa garra de mono, en ciertos momentos nos puede retrotraer tanto a La creación de Adán de Miguel Ángel, como al entrañabilísimo E.T. el extraterrestre (Steven Spielberg, 1982) y esto último, además de ser uno de sus típicas referencias cinéfilas y definidoras del género y tono en que se quiere enmarcar, va a ser una hábil manipulación emocional de la psique del público. Toda esta subtrama teñida de roja y viva sangre, es todo un tutorial de cómo conmover o incluso herir sin enseñarnos lo que está pasando, pero haciéndonoslo evidente con ese mostrar sin mostrar, mediante la tremenda carga emocional en los rostros de un reparto en el que destaca un actor infantil que apenas tiene dos escenas. Y en combinación con la cita bíblica y la omnipresencia de aparatos de fotografía, filmación y sonido de los diferentes momentos de la historia de la televisión y el cine a lo largo de todo el metraje —absolutamente todo el metraje—, desde los primeros minutos Peele nos está señalando en qué, como masa, tendemos a detener la mirada y qué elegimos ignorar.
La sinopsis se resumiría en que la muerte sobrevenida del padre de los protagonistas —inicio muy a lo Ari Aster, por cierto— destapa un fenómeno paranormal que estos herederos, interpretados por un grave Daniel Kaluuya y una pizpireta Keke Palmer, en un compensadísimo yin-yang, van a querer monetizar inmediatamente mediante la televisión e Internet. No por una avaricia innata, sino por la que impone el capitalismo a las gentes obreras: Peele jamás va a dejar de acusar a este sistema que nos quiere siempre productivos (y hay una muy buena frase de diálogo de la Palmer en este sentido). El escenario principal es el típico rancho que hemos visto en cientos de películas del salvaje Oeste, y se combina con otro que es un parque reminiscente de Westworld. El negocio familiar tiene que ver con los caballos y estos escenarios: está vinculado con el universo Hollywood y, de paso, Peele aprovecha para desmenuzar sus daños colaterales, sin dedicarle excesivo minutaje, más bien golpeando con la imagen precisa. El foco de esta crítica está especialmente puesto en el trabajo con animales reales y las dificultades que entraña, pero más que nada, en lo injusto que es para los pobres bichos, pero en ese abuso incluye, de manera muy sutil y sin entrar en lo más turbio, a la infancia actoral —como la que tuviera la propia Palmer—; sin ignorar, además, cómo tokeniza la raza en los productos de la categoría que podríamos llamar «pandilla de niños y aventuras». Aquí aparece un estupedo Steven Yeun, sobre quien además recae gran parte de la vis cómica de la película. Encarna el arquetipo del payaso triste, el juguete roto de la tele. Entre tanto caballo enfrentándose a montas forzadas, en un rodeo que es clara metáfora del pulso entre el invasor humano y la tierra, tanto bicho loco por escapar del redil, el personaje de Yeun sería una especie de BoJack Horseman (Raphael Bob-Waksberg, 2014) deseoso de volver a la caja tonta. La aparición estelar de Michael Wincott ya es suficiente presentación de personaje y declaración de intenciones. Estando tan encasillado y a la vez tan y tan bien este hombre en la piel de los que operan en las sombras, en lo más pantanoso del ser humano, en la avaricia y las malas artes, sin perder nunca la clase… Y con todo, se sumerge como pez en el agua en la autoparodia que el cineasta le ha preparado. La aproximación de esa cámara que se mantiene siempre al hombro, inestable, desde su espalda, en ese paisaje lleno del verdor y la vida que contrasta con la paleta del far west, simbolizan posición de privilegio.
Un miedo a los ovnis de aroma lovecraftiano, construido con un imaginario único y poderoso y un guion totalmente impredecible.
Pero no todo va a ser denuncia: la excusa del entorno de los sets de rodaje, los chromas y las divas de la televisión de los años sesenta con problemas para mirar a un hombre negro de mediana edad a los ojos (la exotización, la detección del extraño como otredad que fascina y da miedo, como si fuera un animal salvaje), se aprovecha la coyuntura para hacer un despliegue casi museístico (y sin el casi) de una gran cantidad de cachivaches relacionados con el gremio, se aprecia su gigantesca evolución en un plumazo, pero también cómo todo acaba pronto siendo un cacharro, más basura con la que invadir el planeta, con mayor volumen de veneno desde que la obsolescencia programada manda y plantea cómo, en realidad, aun con sus limitaciones, lo más arcaico, lo analógico, a lo mejor era lo más útil y sostenible. Pero el fondo de la cuestión es que toda esa basura, a la que en mayor o menor medida todos y todas estamos enganchados o enganchadas de alguna manera (el peaje ecológico esté en la fotografía, el cine, la televisión, las plataformas, los móviles…). Con todas las denuncias que Peele hace, podría decirse que, en el fondo, está realizando un ejercicio de reconocimiento de una adicción: su pasión por el cine también es contaminante y potencialmente dañina, aunque se pueden escoger maneras más rudimentarias de hacer las cosas para reducir daños. El final de la obra recalcaría esta reflexión sobre nuestra inevitabilidad de abocarnos a lo catastrófico, de perderlo todo (la llave de nuestra casa: el planeta). Porque todo lo queremos saber, diseccionar, poseer. Y también nos avisa de hacia qué dirigimos la mirada: las noticias catastróficas de la televisión, lo que nos sorprende y maravilla del entorno, lo exótico: algo íntimamente conectado con nuestros niveles de consumo, a los que también se apunta, porque ese querer recoger todo en imágenes es otra manera de colonizar, de poseer.
A día de hoy, somos conscientes la obsesión por la captura de la imagen viral, los riesgos desproporcionados esta nueva fiebre (algo muy de wéstern, efectivamente). Y cada uno de estos fenómenos de total inconsciencia se va a ver traducido en la escena adecuada. Jordan Peele se saca de la chistera una denuncia que conecta con la que expone la exitosa y reciente No mires arriba (Adam McKay, 2021), pero es infinitamente más preciso, más engarzado de estrategias artísticas y descarga un tumulto de argumentos en lo metafórico y en lo drásticamente real, con situaciones que evidencian diferentes niveles de nuestras relaciones cotidianas con el medio ambiente, el consumo, el resto de la sociedad, incluso, de nuevo, entre razas y clases económicas. Aunque esta vez el grueso de su panfleto no se centre en un porcentaje tan alto en visibilizar las problemáticas de la comunidad negra como hizo, sobre todo, en Nosotros: no desiste de ello, como es comprensible y como corresponde a su propia identidad. Hay un plano precioso del rostro de Keke Palmer —quien guarda cierto aire con la recientemente finada escritora afrofeminista bell hooks— tras la ventanilla del coche, y en ella, directamente superpuestos a su cara, se reflejan las cintas decorativas del arcoíris LGTBQ, ubicándonos también en un espacio temporal (verano, antes, durante o después del Orgullo). Dicha escritora fue pionera en la exigencia de un feminismo transversal, que abrazara todas las causas, como suele amalgamarlas el cine de Peele. Pero es que además, estas cintas —junto con otras— van a tener un peso muy grande en la historia. En la parte explítica de la aventura que no vamos a afectar de spoilers. Pero sí que es necesario que se interpreten correctamente estas cintas como lo que son: elementos que también se han colonizado, que se monetizan, pero que no son del paladar de todos los ojos que las miran, como tampoco lo son las cintas que representan límites, con las que le decimos al mundo humano que más allá de ellos, se está siendo invasivo, o morboso. Como quien se salta ese perímetro para fotografiar lo macabro, o incluso cruza el área restringida para evitar poner en riesgo nuestro propio bienestar. Hasta aquí puedo leer. Guiño-guiño.
Nuestra invasividad como especie se palpa de manera muy importante en el atronador sonido con que Peele recrea cómo ponemos la música sin vigilar a quién pueda molestar, cómo nos creemos solos en el mundo. Y lo idea del cielo gritando de manera apocalíptica tiene un efecto terrorífico demoledor en los poros de la piel. El cuidado cromático no ceja, con especial atención en todos los elementos hinchables/deshinchables, que emulan a veces los rituales de los machos alfa en combate por el territorio. Atención a las espectaculares noches estrelladas con lo inquietante moviéndose entre rincones o entre nubes: el mensaje de alerta ecológica queda mucho más enriquecido, compacto, incontestable que en la innegablemente funcional obra protagonizada por DiCaprio. Algo tan aparentemente inocuo como una expendedora de refrescos cuyos colores son seña de insalubridad y que… ¡entre ellos haya uno de cactus! ¿No nos dice eso que probablemente seamos la única especie obcecada en pelearse con algo que pincha, hostil, para poder exprimirlo también? ¡Con la de frutos que tenemos! Es la muestra de cuánto se sigue deleitando Jordan Peele en los detalles-pista que pueden profundizar en el mensaje o ser elementos predictivos de la propia trama más meramente fantástica, como las camisetas de rock que no están ahí por casualidad y que el cineasta relaciona siempre con la narrativa subliminalmente. Nop es un miedo a los ovnis de aroma lovecraftiano, construido con un imaginario único y poderoso y un guion totalmente impredecible, que se sale por la tangente con un maravilloso giro argumental empapado de acción y aventura obsesiva con un mal augurio a lo Moby Dick, o Tiburón (Steven Spielberg, 1975). Una advertencia sobre nuestra mirada colonizadora y la furia de la naturaleza implacable e irrefrenable, y a la que se suma una revisitación del mito de Medusa. Insiste en que para que veamos a los animales y a la naturaleza, para capturar la otredad que nos fascina, estamos arrasando con todo a nuestro paso, traumatizando a los seres vivos más vulnerables, y todo ese daño lo recibiremos de vuelta con dimensiones impredecibles e irreparables.