Revista Cintilatio
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Nomadland (2020) | Crítica

Con raíces no hay paraíso
Nomadland, de Chloé Zhao
Bajo la mirada detallista de Chloé Zhao, el filme explora con reposo la realidad de los nómadas del siglo XXI, esos que lo perdieron todo y se dispersaron para encontrarse de nuevo. Ofrece dolor y alegría sin perder de vista la sencillez de los grandes.
Por David G. Miño x | 27 marzo, 2021 | Tiempo de lectura: 7 minutos

En el cine, por regla general, prima la norma del «menos es más». Cuando un relato responde a lo vivencial y desplaza las típicas subtramas a las que nos han acostumbrado los blockbusters es cuando podemos acceder en profundidad a la realidad emocional más íntima, al estudio pormenorizado de un hecho que desafía la ficción mientras busca situarse en el terreno de la verdad, la que excede el maniqueísmo y conmueve por lo certero y no por lo rimbombante. Nomadland (Chloé Zhao, 2020) se mueve en las aguas de lo cristalino, de lo que viaja sin equipaje atravesando tierras baldías con el único propósito de caminar y rodar, con un ojo puesto en el presente y otro en lo que se deja atrás. Su estilo narrativo, tan lineal como preciso, sorprende por su capacidad para escoger qué mostrar: ¿por qué vemos a Fern —como siempre, magnífica Frances McDormand, alcanzando quizá su interpretación más depurada— haciendo determinadas tareas y no otras? ¿Por qué Chloé Zhao nos deja acercarnos a unos hechos aparentemente intrascendentes en lugar de expresarse a través de una jerarquización cinematográfica más excesiva y menos cotidiana? La realidad es que Nomadland escoge sus dianas semánticas, sus hechos comunicativos, con la intención de diseccionar una crisis personal e identitaria —que se puede elevar hasta lo universal— en ausencia de impostura ni manipulación visual.

Durante el transcurso de su metraje, acompañamos a una mujer de mediana edad que, tras perderlo todo, se embarca en un viaje personal sin más compañía material que la de su furgoneta y unos cuantos objetos más o menos simbólicos. Lo que parece ser a primera vista una road movie al uso, se revela como un potente estudio sobre el mercado laboral para los mayores de sesenta años y sus crisis vitales en mitad de la Gran Recesión de 2008. Las relaciones que establece entre el vacío existencial y las carreteras largas y deshabitadas, la contraposición de los campamentos llenos de gente en búsqueda de una vida que signifique algo y los trabajos precarios de usar y tirar, recogen una línea de pensamiento de gran marca ética que, precisamente por su pureza, actúa como un agente transformador en todos aquellos que se acerquen con la mirada desprovista de prejuicios materiales. Su alegato contra el capitalismo y la mercantilización, contra el uso indiscriminado de políticas neoliberales en plena efervescencia de la globalización y la normalización de los trabajos temporales de jornadas intensivas en multinacionales que no ven a la persona ni a sus problemáticas —aquí Chloé Zhao se permite apuntar directamente a Amazon y a sus CamperForce no como el problema, sino como la consecuencia— se siente particularmente inspirado desde el momento en que no lo convierte en una vendetta ni en un pilar de la narración: usa la realidad de la crisis económica mundial como un contexto de excepción para poner voz y rostro a toda una cohorte demográfica que suele estar infrarrepresentada.

Nomadland explora el devenir crepuscular en clave wéstern del ser humano contra la máquina, del abandono institucional que perpetra un sistema del bienestar obsoleto hacia aquellos que han visto reducida su colocación laboral.

De este modo, Nomadland explora el devenir crepuscular en clave wéstern del ser humano contra la máquina —o del individuo contra el mundo, según se mire—, del abandono institucional que perpetra un sistema del bienestar obsoleto hacia aquellos que han visto reducida su colocación laboral, siempre desde el punto de vista parcial de un tejido industrial que requiere la máxima productividad al menor coste. La mirada de Zhao, poco dada al artificio y viajando entre el estilo trascendentalista de Terrence Malick y la exploración social de Tim Sutton o Sean Baker —existe un paralelismo claro con Snowbird (Sean Baker, 2016)— se detiene en las formas de Frances McDormand y la convierte en el ídolo al que seguir. En el ejemplo que, bajo la apariencia de una mujer que se define en base a unos criterios éticos incorruptibles que no está dispuesta a pervertir bajo ninguna circunstancia, todas las personas que coexisten bajo el mismo sol abrasador desean ser: aquella que camina decidida hacia las montañas del final de la vista, rechazando todo lo que implique sedentarismo por su negativa sistémica a formar parte de las raíces. 

Si tarda en dar el primer gran golpe en la mesa es por un primer acto que no le hace justicia desde el momento en que su verdadera apuesta estilística no se deja ver hasta que abandona las presentaciones y comienza el «desarrollo». En este segundo tercio de la obra adopta una postura mucho más figurativa, y comienza a encontrar en sus personajes, las verdaderas criaturas que dan vida a Nomadland, el discurso que perdura tras el visionado. Basada en el libro de Jessica Bruder titulado País Nómada: Supervivientes del S.XXI (2017), en el que la autora se lanzó a la carretera para conocer a todas estas personas que, invisibles ante la sociedad, se vieron obligadas a rebotar de empleo en empleo a lo largo y ancho del país, su principal característica es que se mantiene firme en su documentalismo: así, tanto Linda May, la entrañable trabajadora incansable que acompaña a Fern, como Swankie, Bob, o en definitiva el reparto casi al completo se interpretan a sí mismos en una apuesta clara por alcanzar la trascendencia. Es a través de las historias individuales y entrecruzadas, de sus anclas con la realidad y sus anhelos prohibidos, que el espectador puede conectar con una serie de eventos que siente como propios gracias a esta exposición desnuda de la realidad de los nómadas modernos.

Nomadland se convierte con el paso de los minutos en una propuesta íntima, en la que deja siempre una puerta abierta para que esa conexión que con tan buen gusto y delicadeza filma Chloé Zhao se contagie más allá de los límites de la pantalla. Únicamente se puede llegar a sentir como un elemento discordante la música de Ludovico Einaudi, que tiende a sobreincidir el aspecto emocional en determinados momentos. Si bien no estamos hablando de un aspecto que arruine en absoluto la obra, sí que se percibe como un miembro fantasma, como algo que no pertenece al conjunto y que tiene la función de ayudar a «sentir» con poca sutileza. No obstante, y sin llegar a ser un escollo y quedándose en el terreno de la anécdota crítica, la lírica que se desprende de la obra, la magia cotidiana de una generación abandonada a su suerte que tiene la piel arrugada y los ojos vivos, resulta lo suficientemente inspiradora como para que brille por encima de todo y de todos, hasta el punto de que, probablemente, sea una película de la que seguiremos hablando durante años sin perder, en ningún momento, su dolorosa tragedia tan vívida como espiritual, y sus enormes ganas de vivir codo con codo con una carretera en la que, como dicen, no existe el adiós.