El 28 de abril de 1996 ocurrió la conocida como masacre de Port Arthur, aún a día de hoy el tiroteo con más víctimas mortales cometido por un solo hombre en la historia de Australia. Las manos que sujetaban el rifle que disparó indiscriminadamente contra decenas de personas en el complejo turístico de la prisión colonial fueron las de Martin Bryant, un joven retraído con trastornos psicológicos previos que contaba por aquel entonces con veintiocho años: treinta y cinco personas fallecieron en el tiroteo. Pues Nitram (Justin Kurzel, 2021) explora los orígenes de ese hombre, el que al final se convertiría en el asesino que privaría de la vida a todos esos inocentes que, simplemente, estaban allí. Y lo hace a fuego lento, dedicando un estudio muy detallado y preciso a su criatura, que bajo la imponente presencia de Caleb Landry Jones —que recogió el premio a mejor actor en Cannes por esta interpretación, y poco me parece— camina paso a paso en la génesis de una persona que es muy difícil humanizar desde el resultado de sus actos, pero que resulta terrible y sincero para arrojar no sentido, sino interpretación de lo que podría haber dentro de la cabeza de Bryant. No es Nitram una película que vaya a dar sangre ni carne, ni morbo ni víscera: adopta la posición de un tratado, que además introduce al personaje de la madre como un elemento de vital importancia en la vida del protagonista, y edifica a su alrededor toda una serie de eventos —todos ellos reales, quizá dramatizados, pero verídicos— que, sumados a la inestabilidad de una mente rota, proponen el caldo de cultivo que, desde la butaca de la sala de cine, hiela la sangre con cada minuto que pasa: visto en retrospectiva y conociendo el final de la historia, es imposible no sentir lástima e ira, rabia y pena.
Kurzel ofrece una obra de vocación social que no es que ofrezca la salvación a un asesino que terminó con decenas de vidas, sino que pone la tilde en que la responsabilidad colectiva también existe.
Justin Kurzel plantea como una suerte de puzle vertical una historia que depende del estado de las cosas para ser comprendida: todo lo que le ocurre a Nitram —así le apodan— está siempre situado en el vano del abuso, y lejos de disculpar al personaje y a la persona que está detrás y convertirlo en la víctima, el cineasta resuelve en favor de un hilo narrativo que invita al espectador a convertirse en aquel que observa, sin emitir apenas juicio. La sociedad, el individuo en sí mismo, la institución de la familia está retratada en Nitram como un elemento catastrófico y proveedor de desgracia que solo ofrece respuesta a los que forman parte de la rueda, y critica con particular vehemencia la absurda comodidad con que Martin Bryant coleccionó armas de gran calibre como si estuviera comprando cromos y la facilidad con la que como sociedad se insulta, se veja y se separa al que queda fuera del baremo de la normalidad. Kurzel, que además despliega una puesta en escena fría e inquietante, capaz de promover que el espectador sienta una desconexión con la obra que se percibe, así, lejana y extraña, ofrece una obra de vocación social e intelectual, que no es que ofrezca la salvación moral o colme de excusas a un asesino que terminó con decenas de vidas porque así lo decidió de manera unilateral y de forma absolutamente injustificada, sino que, sin que eso sirva como atenuante, pone la tilde en que la responsabilidad colectiva también existe, y que evitarla o circunvalarla es, en sí mismo, el acto de egoísmo más grande de nuestros tiempos.