Cuando uno abandona la esperanza de obtener algo elevado siempre que se pone frente a una pantalla, es cuando comienzan a aparecer esos filmes que, aunque convencionales la mayor parte de ellos en fondo, contienen unas cuantas ideas interesantes que suelen acabar deslucidas por sus errores. Es el caso de Nerve, un juego sin reglas (Henry Joost, Ariel Schulman, 2016), que ofrece un espectáculo aceleracionista y hasta cierto punto inocuo que se acaba convirtiendo en la excusa perfecta para dedicar una hora y media a pensar poco en las consecuencias de lo expuesto y dejarse llevar por unos senderos que quedan a medio camino entre Crank: Veneno en la sangre (Mark Neveldine, Brian Taylor, 2006) y The Game (David Fincher, 1997).
Basada en la novela homónima de Jeanne Ryan, y con guion de Jessica Sharzer —que tiene en su haber como directora la notable Speak (2004), con una jovencísima Kristen Stewart en el papel protagonista—, seguimos a una joven tímida y poco aventurera, interpretada por Emma Roberts, que se verá envuelta en un juego online de tintes potencialmente mortales en el que los jugadores deben llevar a cabo desafíos propuestos por la audiencia, que observa como un Gran Hermano orwelliano la acción a través del teléfono móvil. Nada nuevo bajo el sol, realmente, ya que al recoger conceptos de aquí y allí pudiera parecer que el material no va a dar mucho de sí y quedará estancado al final de su primer acto. Afortunadamente —y aunque sí es cierto que acusa determinados momentos bajos relacionados con lo obvio del mensaje—, Nerve, un juego sin reglas está llena de potentes ideas que se dan la mano anárquicamente hasta componer un relato tan desquiciado como placentero, de los que se sienten pasados de vueltas —y en los que parece que hay algo que no va bien— pero instan con cada nueva barbaridad a llegar a un final que, aunque estridente en forma, resulta confortable en su interior, como un camino conocido que uno no se cansa de recorrer.
Nerve, un juego sin reglas no pasará a la historia por profunda ni por rompedora, pero guarda en su interior valores narrativos suficientes como para justificar su visionado con cierta solvencia.
Con un montaje videoclipero —no, no tiene connotación negativa— y una estética entregada a los consabidos neones, tan de moda, el filme destaca cuando se pone menos intenso y encara la acción más loca y entrena el noble arte de lo inverosímil. Se centra en ofrecer diversión y entretenimiento, y aunque a veces se obceca en cierta afectación en su mensaje, en líneas generales es consciente de su lugar y no se toma muy en serio a sí misma, y se destapa como una golosina muy bien vestida que, por lo colorido de sus maneras y lo agradecido de su estética recorre todas las paradas del perfecto producto palomitero. El mensaje que transmite, por otro lado, a pesar de ser simplista y poco desarrollado, no está desencaminado en absoluto: mientras denuncia la dependencia enfermiza de toda una generación —sociedad realmente— de la tecnología y la instantaneidad de las relaciones, de la reputación basada en «me gustas» y el número de seguidores y todo lo que ello implica, eleva un paso por encima de lo convencional la propuesta, a pesar de que lo que prime en todo momento sea la sensación de «aceleración» y de exposición limitada de su tesis.
Nerve, un juego sin reglas no pasará a la historia por profunda ni por rompedora, pero guarda en su interior valores narrativos suficientes como para justificar su visionado con cierta solvencia. Su buen hacer como obra ligera y poco ambiciosa hace que se le preste menos atención a problemas que, en otras películas menos autoconscientes y con más pretensiones pueden llegar a invalidar el conjunto y reducirlo a juguete roto. No será ese filme que nos elevará el intelecto, pero es que al final del día, el cine tiene tantas maneras de entenderse como las personas formas de afrontar la vida.