La serie de Netflix lleva desde su estreno en el top ten de la plataforma. Su excelente factura es innegable, pese a que la resurrección mediática del execrable criminal arrastra consigo polémica, dolor, fascinación y morbo a partes iguales. Pero no es algo de lo que se pueda acusar al tratamiento que en ella se da al perfil del asesino, ni a sus diecisiete víctimas: los momentos macabros de rigor mantienen un respeto y cierta higiene, con una eficiencia pasmosa, de manera que el retrato manifiesta un doble compromiso. Por una parte, no recrearse con los detalles vomitivos a los que fueron sometidas las víctimas, y por otra, e igualmente importante, con la contundente crítica contra la sociedad estadounidense de la época que bien podría trasladarse a la actual, como los que frecuentemente denuncia el hashtag #blacklivesmatter.
Inicialmente desgrana la infancia del Dahmer niño, digno de lástima, objeto de toda negligencia. Pero el texto explicita constantemente que nada justifica al monstruo resultante, ni debe glorificarlo. Lo recalca con uno de los interrogadores, que representa a la comunidad negra, nada más comenzar la narración, y lo apuntala la sentencia del juez que cierra la ficción. Media serie ilustra la declaración del arrestado y la segunda mitad da voz a las víctimas, supervivientes, familiares y analiza las consecuencias sociales. Como que durante décadas, no solo no ha habido reparación, sino que el relato ha sido acaparado por un criminal que fue idolatrado, convertido en disfraz de Halloween y exaltado por nazis y fans con hibristofilia o encriptofilia. Como sucediera con Ted Bundy, quien también tuvo miniserie protagonizada por Zac Efron. Mal precedente con el que comparar Monstruo: La historia de Jeffrey Dahmer, puesto que adjudicarle el rol a un guaperas del fandom contribuyó, junto al tratamiento de la serie, a esa romantización que precisamente la de Ian Brennan y Ryan Murphy evita. En cambio, sí es ejemplo del éxito de estos formatos: véase a Carles Porta, que lleva años viviendo de los docucrímenes de Crímenes, de Carles Porta (2020) (si bien debe reconocérsele que ha desatascado la hasta entonces estéril investigación del asesinato de Helena Jubany). Existe fascinación popular generalizada por indagar en la mente de los asesinos que quizá responda a buscar un falso sentido de protección, en creer que, conociendo la mente del asesino, eludiremos ser una elección posible. Presentar al Dahmer niño, solo intenta ubicar los detonantes de su deshumanización: ¿daños cerebrales a consecuencia de una mala praxis médica generalizada a la hora de recetar cualquier cosa a las gestantes? Marquemos un paréntesis: el enquistamiento del progreso en la exploración del aparato reproductor femenino y la psique de la mujer encuentran aquí un bastión de lucha contra la desidia. Vemos cómo se infantiliza a la madre, se la hipermedica, se banaliza su depresión. Se alude directamente a las masivas malformaciones provocadas por la prescripción, en su día, de talidomida contra las náuseas del embarazo. ¿La medicación causaría daños en el lóbulo frontal, responsable del control de impulsos violentos, de la empatía? El sistema límbico se encarga de la expresión de las emociones, que podemos observar como prácticamente nula en las entrevistas reales con el entonces ya preso, también disponibles en Netflix, y que sirvieron de modelo a imitar por un Evan Peters que se muestra tan frágil, cuando toca, como estremecedor cuando lo abominable eclosiona, bajo la incidencia de unas luces amarillentas y verdosas que tiñen de mayor sensación de enfermedad la cueva del devorador de hombres. El habitual de American Horror Story está desconocido: se acaba de alzar con la más impresionante interpretación de su carrera. El actor de método ha dicho en alguna ocasión que debió someterse a un proceso de higienización mental tras este papel.
Mantiene un compromiso con el horror, mediante el que la denuncia sociopolítica cala tremendamente hondo, pero no deja de querer ser un pelotazo dentro del género.
Pero retomando los orígenes de la bestia, hoy se sabe que esas taras biológicas no tienen por qué degenerar en lo homicida: muchos psicópatas se limitan —dudo si entrecomillar el verbo— a ser empresarios sin escrúpulos. Se supone que no están matando a nadie, al menos, directamente. Torcerse tanto depende de otros factores alrededor de esa infancia: en lo afectivo y en lo educacional. Y la serie nos muestra un caso en que absolutamente todo está mal. Un padre entusiasmado con jugar a diseccionar animales muertos con su hijo, probablemente lo más explícito y repulsivo que realmente se muestra sin tapujos y con el agravante de implicar una asociación de disfrute con la actividad (el niño desatendido ahí gana la compañía del referente, su aprobación y refuerzo positivo). Cero vínculo maternofilial, intentos de suicidio de ella, violencia doméstica —peleas continuas de los progenitores— que derivó en disolución del matrimonio y abandono absoluto del crío. Se nos sugiere a todas luces que los intentos de Dahmer por retener a aquellos jóvenes que le atraían, pero a los que era incapaz de no destrozar, responden a un grave apego ansioso. La represión de la identidad sexual por parte de un entorno ultracatólico ya fue la guinda. Y no podemos obviar el abuso del alcohol, que como droga que es, está totalmente normalizada e incluso venerada, pero no puede negarse que tuvo un papel determinante en toda esa brutalidad. Él siempre insistió en no estar enfermo: sabía perfectamente en todo momento qué estaba haciendo, pero no sabía detener su compulsión (eso hundió la estrategia de la defensa, que buscaba en Ed Gein un precedente para alegar locura). Wayne Gacy (quien inspiraría el Pennywise de Stephen King) también asoma. Difería de Dahmer en cuanto a que no mostró jamás arrepentimiento, pero su relevancia en la serie no busca la justificación del caníbal: es una metaestrategia. Se nos introduce el payaso parodiando una violentísima recreación de crímenes reales en un noticiario, en el penúltimo capítulo. Nos ilustra cómo de insensible debió ser el tratamiento mediático de los crímenes del propio Dahmer. Y ahí es cuando por primera vez vemos un asesino disfrutando de torturar a un ser humano. Nos viene a decir al público que casi siempre son las noticias, que nos asaltan a cualquier hora del día, incluso en horario infantil, las que se autocomplacen en ese tipo de imágenes agresivas y morbosas, y que la serie nos ha estado evitando en todo momento. El guion busca reparación. No para aquel Dahmer niño (quizá también un poco). Desde luego, no para el monstruo en que devino, por mucho que se arrepintiera luego y abrazara a Dios y a saber. Busca incluso piedad hacia unos progenitores de más que cuestionable responsabilidad, pero que serían señalados por la masa, a la par que se autoinfligirían haber sido una especie de Dr. Frankenstein, especialmente el padre, dados sus juegos. Aunque no le perdona al padre que, con la excusa de la terapia, escribiera una novela justificándose y mercantilizando la abominación. Pero, sobre todo, reparación para aquellos a quienes hizo sufrir. Además del periodismo amarillista, la serie insiste en que se fueron de rositas otros culpables reales: los agentes que ignoraron denuncias y pusieron víctimas en la boca del lobo, como veremos a continuación.
Es vital el hecho de que se nos ponga al público en la piel de Tracy Edwards ya en el primer capítulo: el hombre de treinta y dos años que consiguió escapar de él y llevarle la policía a la puerta y, por fin, arrestarle tras hallar las fotografías de las atrocidades (que nunca se nos muestran claramente —lo que redunda en respeto hacia las víctimas, pero también en estupor: nuestra cabeza completa esas elipsis terriblemente—), junto con restos humanos para más prueba. El ancla principal de ese trabajo en pro de la reivindicación del respeto a asesinados y familiares, pero también a otro tipo de víctimas menos imaginado —el entorno del propio asesino—, es la inclusión del personaje de la vecina, Glenda Cleveland (encarnada por Niecy Nash), cuya cohabitación con Dahmer fue otra clase de calvario. De la fusión de las vivencias, acciones y testimonios reales de la susodicha —que vivía, en realidad, en el bloque colindante al del depravado y no pared con pared— con los de otra vecina, Pamela Bass (quien sí lo habitaba) da lugar a la coprotagonista y antagonista cuya constante presencia y denuncia es esencial para que el vínculo empático con las víctimas, ya trazado con la aparición de Edwards, sea completo y total. En su capítulo ya se presentaba la ineptitud policial que denuncia la serie: una vez el superviviente sale de la ratonera, dos agentes vuelven a llevarlo frente a Dahmer, poniéndole nuevamente en riesgo, aunque ya se resolviera a su favor. Pero el punto álgido de indignación llega con la narración del caso de Konerak Sinthasomphone, el chiquillo laosiano de catorce años que, en mayo de 1991, pese a lograr escapar inicialmente, fue devuelto por la propia policía al asesino, sin atender a la oposición de Glenda (la verdadera) y sus hijas, quienes acusaron las probables malas intenciones del vecino con un crío a todas luces menor de edad y bajo el efecto de estupefacientes. Las asunciones y comentarios jocosos racistas de los agentes a lo largo de toda la serie, refuerzan la percepción de la gravedad del recismo endémico. Si durante años se deformó la historia de Dahmer y fue exaltada por nazis que asumían que él lo era, no es menos cierto que su predilección por cuerpos de hombres exotizados constituye ya una forma de discriminación, pero la que la serie retrata como ejercida por la policía, clama al cielo. Lo peor, como siempre, es que esto sucedió: su inutilidad fue cómplice del terrible final de ese niño. Lo que más petrifica en ese episodio, es la conversación que se recita durante el fundido a negro final, que reproduce el diálogo real registrado en las grabaciones telefónicas de dicha comisaría: Glenda Cleveland se identifica y expresa preocupación por el estado del muchacho, apela a que se cercioren de que se encuentra bien. Insiste en que está segura de que es menor y que su vecino es un perturbado que va a dañarle. Y ahí vemos la enorme y fría espalda del sistema, la inacción absoluta hacia lo que para ellos es simple y llanamente la llamada de una negra de un barrio marginal que les importa un bledo, un barrio calificado como lo que desde el inglés podríamos traducir como infrapatrullado. Es inimaginable el daño psicológico y frustración que sufrieron unas vecinas que llegaron a ver cómo, si se les hubiera escuchado desde el principio, no solo el chiquillo habría salvado la vida: habrían interrumpido la época más voraz del asesino.
El ya citado interrogador, que representa la demanda de justicia por la comunidad negra, no deja pasar inadvertida la alevosía en la elección de su apartamento, ubicado en una zona en la que él seguro que era sabedor de su privilegio blanco y de la pasividad en la búsqueda de unos desaparecidos ya estigmatizados como criminales, por raza, y sidosos, por condición sexual. Al final resulta que es una obra necesaria porque cada pocos meses salta a los medios un abuso que se adscribe al hashtag #blacklivesmatter; porque el auge de las ultraderechas sigue infectando de homofobia nuestra sociedad. Es tremendamente doloroso —y nuevamente, indispensable para apuntalar esa empatía con las víctimas— el capítulo entero sin sonido (el sexto), en el que se nos hace acompañar a Tony, sordomudo, de quien supuestamente Dahmer llegó a enamorarse y establecer una relación de pareja por algún tiempo, aunque eso no fue suficiente para detener su compulsión. Verle meterse en la boca del lobo, es de las mayores experiencias del terror que ofrece esta obra, siempre con el agravante de que se trata de una persona que sufrió esta injusticia. De nuevo lo peor en formas asépticas, dignas del Frenesí (1972) de Hitchcock, llevando una nueva víctima al matadero en el silencio de las escaleras. Monstruo: La historia de Jeffrey Dahmer, mantiene un compromiso con el horror, mediante el que la denuncia sociopolítica cala tremendamente hondo, pero no deja de querer ser un pelotazo dentro del género del terror. Misión cumplida: recientemente se anunciaba que Monstruo: , así, con esos dos puntos, ya ha firmado por dos nuevas temporadas que retratarán otros asesinos en serie. La novela del padre de Dahmer parece una metáfora que justifica lo terapéutico como compatible con seguir exprimiendo unas terroríficas gallinas de los huevos de oro.