Alberto Rodríguez sigue en forma. Con Modelo 77 (2022), película inaugural de este Donostia Zinemaldia, encuentra ese híbrido entre el thriller político y la intriga de baja estopa marca de la casa, quizá adentrándose un poco más en aquel infierno de los hombres que ya había mostrado en El hombre de las mil caras (2016), pero bajando un poco más al barro y siendo, si cabe, un poco más inmisericorde. Si en aquella Eduard Fernández conquistaba cada segundo, aquí el gato al agua, pese a todas las comparaciones que podamos establecer y todas las miradas que podamos arrimar sobre la verosimilitud o la potencia semántica con la que acomete sus tesis —pensemos en ese «yo os encierro ahí fuera» del personaje del, como siempre, notable Javier Gutiérrez—, se lo va a llevar un sorprendente Miguel Herrán: el actor malagueño se enfrasca en uno de esos papeles que le sientan tan bien, emocional y un poco desatado, pero encontrando aquí ese punto de madurez que hasta ahora se le había resistido un poco —mientras escribo esto, pienso en su personaje como una depuración de aquel Río de La casa de papel (Álex Pina, 2017), allí tan niño, aquí tan expansivo—. Lo que queda después de todo, aparte de una puesta al día con cierta contextualización en la mirada del difícil proceso de transición que siguió a la muerte de Franco, en general, y a la Ley de Reforma Política, en particular, y en cómo afectó a los presos que llenaban las cárceles en ese momento clamando por una amnistía que nunca llegó, es una película de ritmo extraño que abusa de la estructura de los altibajos —eso de venirse arriba y venirse abajo en aras de una buena tensión narrativa, un recurso común del thriller pero que aquí se extiende demasiado en el tiempo— pero que siempre tiene algo que ofrecer, ya sea en lo emocional o en lo puramente recreativo. Entrando muy de lleno en el proceso individual más que en el social general, aunque sirviéndose para ello de fuertes pinceladas que le dan color al ecosistema.
Pese a su contexto, mantiene el listón del cine-entretenimiento muy alto. No hay invención ni revelación, pero tampoco es que fueran requisitos necesarios para alcanzar su objetivo.
Y es quizá por esto mismo que Modelo 77 tiene la de cal y la de arena: la de arena es aquella que nos pone delante ese pequeño agujero privado a través del que encontrar la vergüenza y el terror, esa mirada a los desharrapados, a los que les gustaba llamar «escoria» y que había que estudiar con mucho cuidado no nos fueran a contagiar algo como sociedad, a aquellos que observaban con miedo y un poco de asco, deseando que desaparecieran en el aire y no dieran problemas so pena de la peor violencia. Y si me permiten, esa sería con mucho la parte más intensa y relevante, más personal incluso, la que interpela directamente y cuestiona el privilegio del todo a cien con olor a cerrado bajo una estética poderosa y un acercamiento a la acción siempre de agradecer al apuntalarse en el cine carcelario. Pero la de cal, que no podría faltar, emana directamente del modo con el que Modelo 77 ataca la globalidad, ofreciendo blancos y negros y una gama muy reducida de grises, tal vez queriendo aproximarse al núcleo de su historia sin dejar equívocos, pero perdiendo por el camino la verosimilitud de la profundidad universal: poco margen de maniobra a la hora de contextualizar a los grupos, con mucha separación entre el bien y el mal. Todos los presos muy majetes, todos los guardas unos tremendos hijos de puta. Y no es que una película como Modelo 77 no encuentre cierto duende y cierto regusto en dar cera al opresor —tan disfrutable—, y además dándole la razón a Zimbardo cuando hacía aquel experimento en el que los carceleros se pasaban de rosca con alarmante facilidad por la simple tenencia del poder, sino que se muestra demasiado simplificada como para brillar en el aspecto documental —el que se desprende de ese letrero de «basado en hechos reales» del inicio— y la intensidad que requiere la ficción enfrentada a la incertidumbre. No obstante, la conclusión es que Modelo 77 tiene muchas virtudes de las que presumir, entre ellas, y pese a su contexto, la de mantener el listón del cine-entretenimiento muy alto —algo que Rodríguez siempre ha hecho con mucho acierto— sin dejar que la realidad estropee demasiado una buena narrativa. Y eso, lo del cine al servicio de la peor verdad y la mejor mentira, es algo siempre digno de aplauso, y de mención. No hay invención ni revelación, pero tampoco es que fueran requisitos necesarios para alcanzar su objetivo.