Alex Garland ha vuelto a brillar, demostrando una vez más que posee una de las miradas clave dentro del cine de género contemporáneo. Con Men (2022) el director no solamente penetra en los mecanismos psicológicos que dan forma al ser humano y a su relación consigo mismo y con los demás, sino que también se inspira en ese body horror heredero del mejor David Cronenberg y juega la baza de lo grotesco encontrando siempre poesía en la fealdad. En esta última obra, el británico narra la historia seca y sórdida de una mujer que debe enfrentarse a sus propios demonios y exorcizarlos en solitario: su estudio de personaje se mantiene en todo momento en la línea que separa la realidad de la fantasía, encontrando siempre el humor adecuado para comunicar un estado de ánimo sin faltar a las características inherentes al cine —narrativamente hablando—, por más que aquí las expanda y las lleve por momentos al paroxismo. Así, lo cierto es que Men es una película para verla, para vivirla y para experimentarla. Para verla porque sus imágenes están llenas de talento y de un extraño poder pictórico, atrapando sin mucha dificultad y expandiéndose a través de un crescendo narrativo. Para vivirla porque sus temas —la búsqueda del perdón propio aunque infundado, la redención, la maldad, la toxicidad en la pareja, el patriarcado— son universales a pesar de estar expresados desde lo extraordinario: el sentimiento de culpa autoimpuesto por decisiones ajenas forma parte de la cotidianidad, y así lo elabora Garland al conectar un dolor muy real con el mundo de las pesadillas. De este modo, el personaje de Buckley debe enfrentarse a los terrores que ha ido dejando atrás, unos terrores que solamente podrá exorcizar ella misma y que se multiplican y cambian de forma, convirtiéndose en espantos que no se pueden definir con palabras. Y por último, y porque se siente en las entrañas, para experimentarla: se atreve a tocar la fibra de la violencia, de la maldad y del egoísmo, pero también a mostrar unas imágenes brumosas absolutamente demenciales que hacen que la narración se beneficie profundamente de un punto de vista simbólico.
Una película para amarla, para estudiarla, para tener conversaciones sobre ella y, sobre todo, para dejarse llevar por sus imágenes y sus conceptos, por muy incómodos que sean.
Porque, ¿qué nos está contando realmente Men? La historia de una mujer, interpretada por la magnética Jessie Buckley, que se aleja de la gran ciudad para encontrar paz tras haber vivido un evento traumático que tiene que ver con su marido. Allí conocerá a un extraño y caricaturesco hombre que, bajo la apariencia del camaleónico Rory Kinnear, aparecerá siempre en diferentes lugares y situaciones. Así Alex Garland, que comenzará la narración introduciendo pequeñas píldoras de humor para ir volviéndose cada vez más serio, sórdido y oscuro —casi como la vida misma—, demuestra ser un maestro en lo que podemos llamar «poesía de lo grotesco», mostrándose muy hábil a la hora de encontrar belleza en lugares donde solamente hay horror. Continuando la línea ontológica de sus anteriores películas —en Ex Machina (2014) con el aislamiento y el ser humano enfrentado a su interior en un contexto desierto, o en Aniquilación (2018) explorando la dualidad humana representada desde la corporalidad y la poetización de la puesta en escena—, Alex Garland desarrolla una línea de pensamiento rica en matices que está dedicada a satisfacer la densidad emocional de sus personajes, y compone grandes metáforas visuales —la manzana prohibida, la luz al final del túnel, el eco, la mutación del horror, los colores— que ayudan a comprender mejor la pieza. Tal y como comentaba Jessie Buckley al término del pase de prensa, todos los elementos que participan en la película se pueden considerar un personaje: la casa, el campo, el túnel, todos funcionan como una parte indisoluble de la narrativa que se deben tener en tanta consideración como el resto de elementos diegéticos del filme. Men, y pese a que pueda parecer una obra menor en comparación con su anterior producción fílmica —o mismo con la miniserie Devs (2020)—, en realidad es el siguiente paso lógico en la carrera del británico, ya que se va deshaciendo poco a poco del artificio —aunque por otro lado nunca fue algo de lo que abusara— para realizar un retrato desnudo de las ansiedades, las presiones y los miedos de sus personajes: bajo la forma de un alegato feminista precioso lleno de respeto y tensión, Garland se libera cada vez más de los grilletes de lo convencional. Men es una película para amarla, para estudiarla, para tener conversaciones sobre ella y a pesar de ella y, sobre todo, para dejarse llevar por sus imágenes y sus conceptos, por muy incómodos que sean.