La mente ofrece un recorrido extraño, no siempre transitable, habitualmente desafiante, y nunca inteligible. Después de todo, eso somos, lo que tenemos dentro, los recuerdos, lo que hemos vivido y lo que hemos imaginado, lo que podemos entender, incluso lo que hemos olvidado o lo que no comprendemos: un recuento de lo pasado que mira hacia el futuro con perspicacia, con incertidumbre quizá, con dudas, que lo mismo encuentra la felicidad en lo cotidiano que en lo inasible o que, en este caso, se obsesiona con un sonido de otro mundo, una memoria que a lo mejor no debería estar ahí, o que como mínimo tendría que resonar con otro eco en otro lugar, en otro interior o en otra mente, para hacer feliz, o infeliz, a otra persona, a otra capaz de entender lo que a este lado suena enigmático, incognoscible. Eso es Memoria (Apichatpong Weerasethakul, 2021), una película que no es una película, sino un ensayo hacia el abismo, hacia el lugar insondable en el que viven los recuerdos y en el que se codifican las experiencias. Bajo la apariencia de ese tipo de obra que solivianta los sentidos y ataca con salvajismo las convenciones cinematográficas de la narración, difumina la línea entre lo comprensible y lo vivencial, y se instala cómodamente en el sitio en el que todo cobra sentido —o al menos algo parecido— visto en retrospectiva, cuando se accede a sus imágenes eternas y sus planos lentos, a sus personajes flemáticos que se mueven con la brisa y a sus desafíos a la mística desde la incertidumbre que deja la pregunta: «¿hasta dónde se puede llegar con lo visto sin perder la perspectiva?».
Vayamos por partes: Weerasethakul propone un juego de simbolismos y militancia intelectual y social tremendo. Accedemos a un momento en la vida de Jessica Holland —como siempre, enorme Tilda Swinton, musa de lo extraño—, una botánica inglesa afincada en Medellín que, una noche, escucha un sonido extraño, sordo, metálico, reverberante y angosto, inexplicable, que hace temblar las paredes de su casa y también de su cabeza. El cineasta tailandés parte de esta base para elaborar la complejidad de la psicología de su personaje protagonista, y llevarla de la mano a través de un viaje hacia el interior en el que la memoria cobra un papel principal, y su forma de atacarla pareciera más un recorrido tangencial a los tropos del cine: el descenso, casi el de una descripción exigua, como cuando uno se afana en delinear una imagen, o un olor, o un término solo con palabras, o con sinestesias, esquiva la estructura fílmica, la praxis de los tres actos y el nudo y el desenlace, y se mete en el terreno de lo contemplativo, mismo lo pictórico, en un conjunto que haría llorar de rabia a Robert McKee. Porque seamos sinceros, entrar en el juego simbólico y el imaginario cerebral, emocional y trascendental de Weerasethakul requiere de una tendencia marcada hacia el cine de los márgenes, el de las grandes preguntas y las exigencias mortales, y el de las muy pocas respuestas y la mirada borrosa y efímera: Memoria satisface un recorrido lleno de pasión y entidad, una herencia del cine como arte y ensayo que conecta los puntos del pensamiento con el audiovisual; y desde la lejanía, describe la inexactitud del «¿quiénes somos?» o el «¿qué demonios hacemos aquí?». Jessica Holland busca su sonido con furia animal en las lagunas de su mente, y eso la lleva hacia el interior de sus recuerdos, o lo que ella cree que son sus recuerdos: Apichatpong Weerasethakul, entregado al completo a su estilo fuera de la línea marcada, compone sus imágenes estableciendo analogías y metáforas constantes con la codificación de los recuerdos, con la memoria social y el sentimiento de guerra y de paz —ese hombre que se lanza al suelo con el fuerte sonido del autobús averiado como si hubiera explotado una bomba, que evidencia una sociedad, la colombiana, herida y marcada por la violencia—, con el continuo que surge entre lo que fuimos y en lo que nos convertimos.
Una película incapaz de autocontenerse, tan bella y atronadora que daña sus propios límites, tan indescriptible como atávica, de sonoridad salvaje y remembranzas imposibles.
Pero visto desde lejos, Memoria es sobre todo un ejercicio fílmico inabarcable que establece un diálogo con el espectador que va más allá del acuerdo cinematográfico en el que uno expone y el otro recoge. No, Memoria deja la disertación sobre la mesa, entremezcla la poesía y sus brillantes juegos narrativos —Tilda Swinton hablando en dos idiomas, español e inglés, con todo un conjunto de personajes que se entrelazan desde la barrera idiomática—, la inexactitud semántica con la que Weerasethakul niega una sentencia clara en beneficio de un flujo de pensamientos que van desde unos orígenes místicos o directamente de otro mundo, hasta la contextualización del sonido que atormenta a Jessica Holland bajo mecanismos puramente psicológicos y que tienen sentido en todos los universos en los que ella busca. Memoria se compone desde los planos eternos en los que únicamente fluye un río, o vuela un insecto, y con eso es suficiente para entender, desde el estado de ánimo preciso, que la memoria del título que evoca el tailandés se salta los pasos de la comprensión y se instala en un único propósito: converger desde la antiestructura, obviar todo atisbo de funcionalidad, entregar un cine cargado de sensaciones mucho más emparentado con Walt Whitman o Jorge Luis Borges que con cualquiera de sus colegas de profesión. Apichatpong Weerasethakul busca los orígenes, los finales, la muerte y la vida, coloca los recuerdos en cuerpos ajenos, encuentra en la ingenuidad un modo de vivir las certezas, salta de una valla a otra dando tanto o más protagonismo a lo que entendemos que ha pasado como a lo que probablemente jamás hubo ocurrido, y triunfa al separarse de los prejuicios fílmicos que atan al cine a las directrices y, simplemente, cambia de universo con las eras y las miradas que las siguen. Memoria es una película incapaz de autocontenerse, tan bella y atronadora que daña sus propios límites, tan indescriptible como atávica, de sonoridad salvaje y remembranzas imposibles. La cuadratura de un sonido afilado que no hace más que reconvertirse y alterarse. Los recuerdos, al fin y al cabo.