Llego a Mayhem (Joe Lynch, 2017) con cero expectativas y un desconocimiento total de su premisa, algo que por lo general intento a la hora de aproximarme al cine que critico con desigual éxito, pero que aquí ha alcanzado una cota estadísticamente anómala al acercarme a ella con los prejuicios en estado de absoluta virginidad. ¿Y qué me encuentro? Una locura absoluta, un desmadre anticapitalista apoteósico que tiene tanto gancho y tanto carisma que adquiere en un abrir y cerrar de ojos el estatus de película reivindicable, o de placer culpable, no sabría decir. Pero a ver, por dónde empezar: Steven Yeun interpreta a un ejecutivo hastiado que sufre una injusticia en su empresa y no se detendrá hasta esclarecer el asunto. Y Samara Weaving —a la que pasaré a considerar no ya una actriz inmensa sino, y habida cuenta de su estelar aparición en las posteriores Noche de bodas (Matt Bettinelli-Olpin, Tyler Gillett, 2019) o Guns Akimbo (Jason Lei Howden, 2019), la musa antisistema por antonomasia— se mete en la piel de una afectada por las oscuras prácticas de la corporación para la que trabaja el primero. Hasta aquí todo va más o menos bien, pero la cosa tiene un contexto de excepción: la película transcurre en un mundo paralelo pandémico —y todo esto años antes de la COVID, ojo— en el que un virus desata las emociones de los que lo contraen y les aniquila todo rasgo de control sobre sí mismos. Como nos imaginaremos, la expresión algebraica que supone tener por un lado a un ejecutivo desencantado al que acaban de defenestrar sin miramientos, y por el otro a una mujer con ganas de prenderle fuego a cualquier trajeado que se le ponga por delante, se pelea a matar con el tema del virus anula-autocontrol. Y así es como Mayhem se convierte en un caos absoluto, que atraviesa el capitalismo y el mundo corporativo como una bala descontrolada que haría relamerse del gusto a Piotr Kropotkin, con la capacidad de divertir en la misma medida que lanzar puñales —nunca demasiado sutiles, es cierto— hacia las estructuras de poder y el neoliberalismo.
No es perfecta ni sutil, pero sí tremendamente divertida y carismática, abiertamente contraria a la dolorosa equidistancia y deliciosamente hortera y arrebatada.
Porque a pesar de que parece rodada como si se tratara de un Carmageddon corporativo, en el que lucen todo tipo de manifestaciones de violencia a cada cual más inverosímil, se deja leer en clave social e histórica con relativa transparencia: ese socio fundador de la compañía, casi un Mussolini de reverberación filofascista que vive en lo alto del castillo en modo líder autocrático desquiciado; ese encargado de recursos humanos, el que despide a la gente y lo disfruta, que se mira a la cara con una Gestapo, o quizá un Torquemada; ese matón al servicio del mandamás, esa fuerza del terror tipo SS que ejerce la violencia sin pestañear; o incluso ese informático que vive hacinado en el sótano —interpretado por el propio Joe Lynch—, donde tiene poder sobre todo el sistema, pero que no tiene relevancia ni mucho menos conciencia de clase. Y, claro, los personajes de Yeun y Weaving, la fuerza disruptora que desestabiliza todo el castillo de naipes. Mayhem tiene la mordiente como para hacer temblar la cloaca empresarial en la que hay una escalera vertical en la cual se colocan todos los peones del sistema hasta desposeerlos de su identidad, y también el enfoque violento-festivo bajo el que tomársela muy en serio sería poco menos que inconsciente. Lo cierto es que del equilibrio entre lo reivindicativo y lo disparatado nace una película extrañamente satisfactoria, que además se resuelve en apenas ochenta y seis minutos y que se deja llevar por su potencial satírico sin pedir permiso y mucho menos perdón.
Un visionado actual, además, le permite reverberar con el contexto pandémico de un modo casi siniestro —algo así como ocurre cuando vemos Rabia (David Cronenberg, 1977) desde el año 2022—, dejando plasmado que los temores y las ansiedades que emanan de las cuarentenas y el control gubernamental ante el «caos» —esto lo entrecomillo en referencia al título de la película, que traduciríamos así al español— llevan con nosotros mucho tiempo. Así, la película se comunica a través de los impulsos contextuales que escenifica, conectándolos de un modo premonitorio con todo lo que sabemos a ciencia cierta que ocurriría de darse el caso de un virus casi «zombificante», y también con la convicción de conocer la manera en que la libertad que surge del descontrol deviene casi al instante en un acto de insurrección total; todo en un episodio de simetría perturbador. Desde una óptica mucho más grave de lo que pretende la película —y por supuesto, este texto, que es ante todo una entusiasta celebración—, podemos notar toda una serie de conceptos que se conectan hacia nuestro lado, que proponen un visionado crítico que prácticamente obliga a extraer conclusiones de sus metáforas, independientemente de la predisposición que uno sienta hacia la extrapolación —por citar un ejemplo: bajo el influjo del virus los ejecutivos apenas muestran, en comparación con los de abajo, variación en su conducta, expresando que ellos «ya» eran así de fábrica—. Probablemente se podría decir que la película de Joe Lynch se detiene mucho en las variables ambientales, más de lo que podría necesitar una obra con tanta mala leche que es más un festival del golpe y el improperio socialmente relevante que un ensayo socioeconómico, pero lo cierto es que gracias a este telón de fondo es posible detectar sus virtudes independientemente de la violencia con la que identifica al ser humano en su estado más primario, que no son pocas y están muy bien repartidas a lo largo del metraje. No, Mayhem no es perfecta y no es sutil en absoluto, pero sí es tremendamente divertida y carismática —algo que en parte le debemos a Yeun y Weaving—, abiertamente contraria a la dolorosa equidistancia y deliciosamente hortera y arrebatada. Que reine el caos.