Las películas de viajes en el tiempo son siempre un reto para el espectador, que puede enfrentarse a ellas con cuaderno y boli esperando el gazapo o la inexactitud que desmonten toda la narración —algo así como el que mira al ilusionista escudriñando sus mangas— o dejándose llevar por las circunstancias sin más aspiración que la de pasar un rato feliz con el único objetivo en mente de suspender la incredulidad. Así, no siempre se tiene el cuerpo para obras como Primer (Shane Carruth, 2004) o Coherence (James Ward Byrkit, 2013), paradigmas del rigor espacio-temporal —si es que existe tal cosa— en la ciencia ficción que exigen algo más que un visionado atento, pero lo cierto es que Más allá de los dos minutos infinitos (Junta Yamaguchi, 2021) tiene algo que saca lo mejor de ambos universos, de los densos mundos calculados y matemáticamente plausibles y de los juegos de entretenimiento puro: su propuesta es rigurosa, exacta como la que más —maravilloso guion el de Makoto Ueda—, pero su tono ligero y su estilo cómico quitan lastre a la gravedad de otras piezas, convirtiéndola en un feliz descubrimiento fiel a sus premisas hasta su último plano, capaz de recordar que aquí hemos venido a divertirnos pero sin faltar a la excelencia narrativa. Junta Yamaguchi se las apaña para hacer disfrutar al respetable de la mano de sus personajes cercanos y cándidos y, haciendo uso de ese estilo que tantas joyas nos está trayendo de Japón en los últimos años —mientras escribo esto recuerdo esa maravilla que es One Cut of The Dead (Shinichirô Ueda, 2017), también grabada en absoluta parquedad de recursos y adoptando la forma de un plano secuencia infinito— acerca al gran público una historia pequeña pero carismática, en la que apenas tres elementos sirven para componer su mitología.
Ligera dentro de su complejidad, sencilla y divertida a pesar de su densa estructura y, sobre todas las cosas, eficaz y arrebatadora en lo emocional.
La cosa va así: el propietario de una cafetería descubre que existe un túnel de comunicación temporal de dos minutos de diferencia entre la pantalla de su trabajo y el ordenador de su casa, separadas ambas localizaciones por apenas unos cuantos metros de distancia. Como es de imaginar, de la simpleza argumental de Más allá de los dos minutos infinitos surgirán todo tipo de situaciones a cada cual más kafkiana que la anterior, pero de exactitud científica desde el punto de vista de la plausibilidad: su ciencia ficción es rigurosa, así como su potencia cómica, explotada desde el juego narrativo de la repetición y del «por aquí ya hemos pasado antes» pero consiguiendo aportar con cada giro un nuevo punto de vista que enriquece el resultado final y va modificando la percepción de todo lo anterior. El cineasta dispone de un número muy limitado de recursos fílmicos y de maniobrabilidad espacial —el total de la acción transcurre en apenas dos escenarios—, pero se las ingenia para convertir en un entretenimiento de altura —y en una pieza de ciencia ficción de las que podrían contentar al más exigente— una película que mantiene el nivel muy alto en su contenida duración —una hora y diez minutos y todo el mundo a su casa— y que proporciona risas, intriga, surrealismo, romance y reflexiones sobre el futuro y el pasado y sus interrelaciones. Una película ligera dentro de su complejidad, sencilla a pesar de su densa estructura, divertida y fiel a su contexto y, sobre todas las cosas, eficaz y arrebatadora en lo emocional.