Quentin Dupieux lo ha vuelto a hacer. Es el suyo un cine tan satisfactorio como presumiblemente aleatorio, tanto en formas como en contenido. A pesar de que son muchas las interpretaciones que caben en su obra —la mayor parte de las veces rodeadas de un brillante envoltorio metaficcional—, la verdadera belleza de su filmografía reside en el hecho de que arrojar luz sobre lo acaecido se convierte en algo secundario, carente de todo tipo de lógica compositiva, al enfrentar al espectador directamente con el absurdo, con lo gratuito, de un modo tan frontal que uno solo puede rendirse a la evidencia más tajante: el cine no siempre ha de ser visto desde el prisma de lo inteligible, de lo comprensible desde lo mundano. Del mismo modo que en Rubber (2010) insuflaba vida a un neumático hasta volverlo autoconsciente, introduciéndolo como elemento disruptor dentro de la narración y normalizándolo hasta el punto de que el espectador casi acababa aceptando como una máxima física más que las ruedas de caucho pueden reventar cabezas, en Mandibules juega con las expectativas y los arquetipos de la comedia y el thriller y los reduce al absurdo hasta colocarlos en el continuo que se mantiene entre lo irreal y lo ilógico, aunque extrañamente estimulante.
Dice el cineasta en su presentación de la película en el Festival de Sitges que «es su primera película sobre la amistad», y como todas sus declaraciones, debemos sostenerla con pinzas. Los protagonistas, una suerte de Jim Carrey y Jeff Daniels en Dos tontos muy tontos (Peter Farrelly, Bobby Farrelly, 1994), se encuentran con una enorme mosca en el maletero de un coche recién robado, y en una muestra antológica de subversión temática, no se sorprenden lo más mínimo ante el hallazgo y deciden dedicar sus esfuerzos a entrenar al monstruoso díptero para que les consiga dinero y comida («como un dron», dice uno de ellos). Las carcajadas están aseguradas desde el momento en que uno es consciente de que está asistiendo a la creación de una brutal sátira, en la que todo forma parte de un show tan kafkiano —la referencia a La metamorfosis es completamente incidental— como atrevido. Su lógica interna, como viene siendo habitual en la obra del cineasta y músico francés, pasa por despreocuparse del objeto retratado —en este caso, se percibe como orgánico el viaje de los descerebrados protagonistas, por más que cada decisión que toman resulte más inverosímil que la anterior— y convertir la trama en una excusa para explorar el comportamiento desde el absurdo, desde el desprejuicio.
Si bien es fácil sacar a relucir a los hermanos Coen en cuanto a su carga de humor negro y sus premisas disparatadas —quién no recuerda a Jeff Bridges como el Nota proclamando que su alfombra «daba ambiente a la habitación»—, casi resulta irónico ver cómo, tras trascender la fórmula de los autores de Quemar después de leer (2008), la lleva hasta sus últimas consecuencias formales al desproveerla de todo tipo de ancla con la realidad. Los personajes, verdaderas bombas de relojería impredecibles y emocionalmente ambiguas, se expresan y mueven por el espacio como peces en el agua: el gesto privado que usan Manu y Jean Gab para comunicar cualquier emoción entre ellos (un choque de puños a mano cornuta a la voz del vocablo «toro») acaba resultando en una muestra más de lo ilógico como forma de vida —brutal la conversación con el ricachón en la que explican su «no-significado»—, y su desestructura vital —y psicológicamente frontalizada— acaban por crear un concepto fílmico poco explorado. No olvidemos que estamos hablando de un personaje —Manu, interpretado por Grégoire Ludig— que obedece las órdenes hasta lo ilógico —le mandan llevar una maleta en el maletero, y en ausencia de maletero, «la misión» no se podría llevar a cabo—, que se contrapone a las claras con esa anarquía metodológica que despliega Quentin Dupieux en cada escena.
Su lógica interna pasa por despreocuparse del objeto retratado y convertir la trama en una excusa para explorar el comportamiento desde el absurdo, desde el desprejuicio.
En su afán, como decíamos, por invertir todo lo invertible, coloca al personaje interpretado por Adèle Exarchopoulos —la actriz que nos enamoró en La vida de Adèle (Abdellatif Kechiche, 2013) que aquí brilla en un registro muy distinto al que acostumbra—, una joven con daño cerebral a raíz de un accidente de esquí que habla a gritos, en la posición de ser la única del nutrido grupo de inconscientes que puebla el filme capaz de detectar que Manu y Jean Gab hacen cosas bastante raras. Así, acaba poniendo una vez más la tilde en lo paradójico e internamente disonante: por mucho que los protagonistas nos caigan en gracia por lo feliz de su ingenuidad, chocan de frente con un mundo que percibe la normalidad en base a unas reglas no escritas de lo correcto y lo incorrecto. Al final, esta «película sobre la amistad», de moscas gigantes que beben en piscinas y gemelos siniestros que fabrican prótesis dentales, consigue acceder a un lugar al que solo se puede entrar previa desconexión con todo lo conocido y para el que no existe preparación posible. No sabremos nunca si la amistad es el tema central de Mandibules, pero tampoco es que nos importe lo más mínimo.