El nuevo cine de latinoamérica cada vez es más sorpresivo en la línea autoral que está trazando. Como si se hubieran cansado de retratar simplemente la hastiada y cruda realidad de unos países llenos de criminalidad y muerte, la ola de nuevo directores que están surgiendo de países como Perú, Brasil, Ecuador, Venezuela o Uruguay, están acrecentando el mito de un continente que tiene tela que cortar y que ha empezado a hablar de ello mediante la introspección. Desde Colombia y con gran poder cautivador, nace una nueva rama de este gran árbol cinematográfico y con la llegada de Los reyes del mundo, Laura Mora Ortega copa la cima de una delicadeza rotunda. Dicha película sigue la estela de Rá, Culebro, Sere, Winny y Nano; cinco amigos de la ciudad de Medellín que realizarán un viaje para huir de ella, en busca de una propiedad heredada en las llanuras de Colombia. En forma de walk movie / road movie, la cámara asciende y desciende para visitar cada esquina del encuadre —ahondaremos en esto en el siguiente párrafo—, para encontrar a sus protagonistas entre una neblina que oculta la verdad, pero por la que estarán dispuestos a atravesar para conseguir su preciado sueño: un lugar donde la libertad lejos de los hombres sea posible.
Mora Ortega busca —y encuentra— la representación más fiel y digna de una juventud hastiada del dolor que supone no pertenecer a ningún sitio, ni estar amparada por ningún adulto.
Y es que hablando de sueños, la película comienza con uno que ha tenido su protagonista: «el otro día soñé con un día en el que los hombres se quedaron dormidos… Y los cercos de la tierra, ardieron», y es desde ahí donde todo parte como 103 minutos en los que la técnica pasa a adentrarse en una somnolencia vespertina, en una reflexión quimérica. La cámara es la parte principal, obviamente, del juego y de la particularidad de esta ensoñación. Se encuentran travellings dinámicos, cámaras al hombro, planos estáticos tanto abiertos como cerrados. La proximidad es relevante para su directora, que siempre intenta centrar el objetivo en los gestos, en el contacto y las caricias. Pero también circunscribe lo contrario, y aleja la lente para retratar la rebeldía y el carácter que lo impulsa todo hacia adelante. Mora Ortega busca —y encuentra— la representación más fiel y digna de una juventud hastiada del dolor que supone no pertenecer a ningún sitio, ni estar amparada por ningún adulto. También es más que importante en este juego cómo el diseño de producción y los paisajes seleccionados son parte única y propia del simbolismo al que alude la película: un caballo en mitad de una ciudad asolada, una casa llena de tierra y vegetación o el sonido de unas llamas que incendian un tramo de la carretera; no son más que artificios naturales que consolidan el poder de surrealismo de una cinta que no intenta ser sencilla, porque para los temas tan arduos de tratar, la sencillez no es partidaria o buena compañera ya que se necesitan voces propias que hablen de asuntos de todos —y hablen tan bien como lo hace Laura—. Los reyes del mundo no son más que aquellos que se enfrentan al infortunio, los que pertenecen a sitios en los que la dureza conlleva la muerte y parten de la sensibilidad y el compañerismo para afrontarlas. Por una aspiración, por una nueva forma de fe y esperanza que se resguarda en la catedral del cine.