En la mitología germánica, Lorelei fue una ninfa acuática que atraía hacia las rocas a los incautos marineros que se dejaban seducir por su belleza, que se habría quitado la vida por el inmenso pesar que le infligía haber sido traicionada por el hombre del que estaba enamorada. Si atendemos, no obstante, a las lecturas actualizadas que puede tener un mito como este —el dolor como cárcel—, y lo conectamos con la película de Sabrina Doyle —que comparte productora con The Florida Project (Sean Baker, 2017), algo que ya nos puede dar alguna pista de su delicadeza y sutileza—, encontramos otra iteración del amor truncado por un mundo lleno de inseguridades y pruebas, que en un embiste de universalidad, tiene tanto de íntimo como de global y que responde a diferentes niveles de apreciación.
Lo primero que notamos es que Lorelei va de cárceles, literal y metafóricamente. Por un lado, Wayland, interpretado con excelente pulso por Pablo Schreiber, un motero que sale de prisión después de haber cumplido quince años; por el otro, Dolores, encarnada por la siempre magnética Jena Malone, vive atrapada en un trabajo horrible mientras lucha para sacar adelante a sus tres hijos. Ambos compartieron un pasado antes de que él pasara a residir entre rejas: un amor intenso que les dejaría para siempre preguntándose cómo habría sido todo si no se hubieran complicado tanto las cosas. Tal y como decíamos, y aunque la sombra del presidio vuela en todo momento sobre el personaje de Schreiber, que ni siquiera recuerda con claridad cómo son las relaciones o el contacto humano, no podemos dejar de notar que, de lo que realmente habla Sabrina Doyle es de la ausencia de libertad a todos los niveles, ya sea de tipo institucional o personal. La crianza de sus hijos siendo madre soltera representa una renuncia que Lorelei, huyendo de comparaciones fáciles que establezcan puntos de unión obvios y reduccionistas entre las dos prisiones, pone de manifiesto con exquisito buen gusto mientras subvierte una y otra vez roles estereotipados —el motero peligroso, la mujer anulada, los hijos que rechazan al nuevo integrante de la familia, la policía sin interés en la reinserción— para darles nuevas y ricas dimensiones que permiten que el filme adquiera perspectivas alternativas sobre hechos generalmente simplificados.
Sabrina Doyle demuestra tener un pulso social muy equilibrado y gran habilidad para construir personajes reales y de emocionalidad plausible.
El romance pasa a un segundo plano desde el momento en el que explora la relación entre Wayland y Dolores desde el prisma del paso del tiempo y las variaciones que van surgiendo de modo espontáneo durante el presente y el pasado. La historia de amor, de este modo, se siente madura y representativa, y aunque las circunstancias que rodean a los personajes puedan parecer excepcionales, la hábil cineasta las normaliza y las incluye en un sistema de vivencias que percibimos como plausible. De este modo, introduce pequeñas píldoras socialmente relevantes, como el racismo velado o la transgeneridad en la infancia, de manera que las enfrenta al conservadurismo y crea un cuerpo teórico que permite, mediante una bien medida inversión social, descomponer en sus partes más elementales casuísticas que parecieran exclusivas, por lo poco representadas, de relatos más cosmopolitas.
Por otro lado, aporta un punto de vista desestigmatizante de la mujer en la búsqueda de su identidad y su realización personal, que elabora un discurso de crecimiento al margen de lo estipulado por el canon social, así como de la figura paterna que solo provee bienes y se desentiende del aspecto más psicológico y emocional. Su exploración de la masculinidad en el Oregon rural y los múltiples accesos y salidas que propone de un Sueño Americano en declive tienen la capacidad de suscitar una conciencia alternativa y un espíritu de inclusividad impagable. Por su parte, los hijos juegan un papel central y tienen una voz propia y reconocible, algo que de por sí mismo genera un profundo debate sobre la importancia de la psicología infantil, alejándose de la condescendencia propia de las miradas que restan importancia a la opinión de los hijos en las problemáticas familiares. Sabrina Doyle, además de ser una narradora de gran talento que dará grandes alegrías al cine, demuestra tener un pulso social muy equilibrado y gran habilidad para construir personajes reales y de emocionalidad plausible. Lorelei, al final, destaca como un filme potente en su estética y lleno de ideas visuales poderosas —ese cristal que impide llegar al mar, la «metamorfosis» acuática— que conectan directamente con una idea muy sofisticada de la familia, la amistad, el amor y la paternidad y la maternidad. La ínclita ninfa, en este caso, ha redimido la traición y se ha lanzado al mar. Dibujando motivos en el agua. Observando su obra como si nada más importara en el mundo.