Durante el pase anticipado de esta película, M. Night Shyamalan, su director, admitió que se encontraba cansado. Que ya son quince largometrajes en su haber y que su carrera, que abarca desde mediados de los noventa, comienza a tener unas dimensiones a considerar. Esto último no lo dijo textualmente pero no deja de ser una realidad. Y estas dimensiones, la longevidad de un artista, tienen su importancia en términos de prosperidad. Por lo general, y exceptuando los buenos vinos, cuantos más años, menos se prospera. La energía o el vete tú a saber que tenga la juventud se agota y si encima se exprimió con tesón en esos años donde uno parece no tener límites, probablemente verá sorprendido cómo ahora el techo se le ha quedado muy bajo. Ya poco queda por hacer.
En este sentido, podríamos decir que Llaman a la puerta (2023) es otra película más de M. Night Shyamalan. Un ejercicio más, marcado por las constantes habituales en la filmografía de este director, cuyo argumento —que habla de cómo una familia se ve amenazada por cuatro individuos que les fuerzan a tomar una durísima decisión como único remedio al Apocalipsis— tampoco dista demasiado del de algunos de sus títulos previos más lejanos como Señales (2002) o más recientes como Tiempo (2021). De hecho, en aquel texto que dedicamos a esta última película, ya señalábamos varias de esas constantes que han ido definiendo la carrera de este autor, a destacar su afán por aquellos temas que conciernen al ser humano y sus vínculos familiares, la atmósfera marcada por lo sobrenatural y lo extraordinario; o su preocupación por mantener una narración concisa pero elegante a base de seleccionar imágenes con una composición y cromatismo muy medidos.
Nada de eso se ve alterado en Llaman a la puerta. Y aunque inicialmente estas palabras puedan incitar al tedio, al cansancio o a la sensación de déjà vu, lo cierto es que la experiencia de visionar una obra como esta no puede quedar más alejada de lo rutinario. Tampoco sabríamos explicar por qué. De alguna manera, van pasando los minutos y uno reconoce esos elementos que ya advertimos en su tiempo: la familia como núcleo central de la trama; la presentación de personajes pintorescos pero de gran cotidianidad y, mira tú por donde, cada uno tiene asignado un color; luego lo sobrenatural se hace paso a través de la creencia, del deseo profundo de que las cosas cambien en un mundo que solo tiene un no por respuesta. Solo quedaría el plot twist y ya no habría duda. Es Shyamalan. El de siempre. Pero quizá el que podamos reconocerle no depende tan solo de la presencia de estos elementos, usuales en otras tantas producciones, sino en cómo se exponen, en el cuidado que les profesa y en la pasión que desprende al utilizarlos. Tal vez ahí esté la clave de cómo lo usual, lo esperado, resulta sorprendente.
Shyamalan, aun habiendo alcanzado su máximo potencial hace mucho, da ejemplo con esta obra nacida de la mera pasión por contar historias.
El arranque de este película, por ejemplo, narra un diálogo entre una niña y un extraño rudo y gigantesco mientras cazan saltamontes. Algo simple, incluso banal. Una confrontación de proporciones que hemos visto cientos de veces pero que, al hacer hincapié con un encuadre ajustado al milímetro en los rostros de estos personajes, que transmiten lo contrario a lo que enuncian; o en sus manos que poco a poco se van cerniendo sobre sus presas ignorantes, anunciando una amenaza que se aproxima, se evidencia un manejo del suspense del que muy pocos en este mundo disponen y que Hitchcock habría aprobado con nota.
El grupo de lunáticos que invaden un apacible hogar también es una premisa cliché y sin embargo se llega a palpar en el ambiente la gravedad de su amenaza. Quizá por cómo el tiempo está repartido en esta narración, que presiona pero no asfixia al espectador, permitiéndole un margen para que se muestre interesado no solo por la acción sino por los personajes. Unos personajes que desprenden naturalidad incluso a pesar de tenerlo todo en su contra —especial mención a ese Dave Bautista que se enfunda en una apariencia sobria y elegante sin caer en el ridículo— ofreciendo una sinceridad magnífica que da realismo y peso dramático a la situación, más allá de que, afuera, el mundo se les está cayendo a cachos.
Realmente eso siempre ha dado igual. Lo mismo que en El sexto sentido (1999) no importaban los fantasmas como tal o en La joven del agua (2006) la existencia de sirenas. Shyamalan siempre ha conseguido trascender el supuesto reclamo extraordinario de su obra y llegar hasta esos individuos que, por lo que sea, tienen dañados sus lazos afectivos o no terminan de encajar con su entorno más próximo. En Llaman a la puerta se vuelve a profundizar con el mismo ahínco en las relaciones humanas desde el enfoque de alguien que las conoce a la perfección y se preocupa por ellas y sus vicisitudes, echando mano de la sutileza, de los recovecos de tanto significado que quedan atrapados entre los diálogos. Del silencio. Unas miradas, un simple gesto, darle al play en el momento preciso. No hace falta más. Aunque hemos de admitir que el Shyamalan más reciente, un tanto más reflexivo para con sus habilidades y por ende más autoconsciente, tiende a dar más explicaciones de las necesarias. Suponemos que es natural. Que como él decía, está cansado. Y cuando alguien toca techo puede o seguir dándose de bruces con él o mirar hacia abajo, a aquellos que aún van cuesta arriba. E instruirles y hablarles de su camino, de lo virtuoso de su ascenso y de los dones que, aunque inservibles para una mayor subida, aún maneja con soltura. Sí, a los verdaderos maestros se les permite dar lecciones, aunque sean extensas. Porque hablan sinceramente de ellos mismos. Porque siempre se consigue extraer algo de ellas a pesar de haberlas escuchado cientos de veces. Nos hacen proliferar, creer que podemos ser mejores. Como artista y como espectador. Llaman a la puerta trata de cómo hay que seguir hacia delante a pesar de las decisiones drásticas y su director, aun habiendo alcanzado su máximo potencial hace mucho, da ejemplo con esta obra nacida de la mera pasión por contar historias. Las mismas de siempre. Su historia.