Hong Kong. Las calles, en blanco y negro, confunden la belleza con la fealdad; la mugre de las aceras, la basura que se amontona en las esquinas de los barrios marginales, donde solo queda la desolación y la incertidumbre alimentan la estética de la película de Soi Cheang, un poderoso thriller policíaco tan sórdido como sus referentes más claros —viene a la mente en repetidas ocasiones Seven (Se7en) (David Fincher, 1995)— que gira alrededor del muro entre el presente y el pasado, de la ira hacia las cosas que no se pueden cambiar, de la posibilidad de redención y de la lucha sin cuartel contra los fantasmas que viven en el espejo. Cham Lau y Will Ren son dos policías que se deben enfrentar a un despiadado y depravado asesino de mujeres, que las mutila y luego desaparece sin dejar rastro en la noche, dejando tras de sí solo muerte y olor a descomposición. La relación entre ambos será la que marque la pauta de una obra densa y sucia que cuesta sacudirse de encima, que atrapa en su estética y sus formas y no deja espacio para respirar en unas secuencias de acción crudas y terribles, en las que cada golpe duele y representan la fiereza y la inhumanidad de una noche oscura desde la violencia más cruel. Limbo bien podría ser ese lugar al que jamás irías, pero que emana una atracción insalvable que documenta el día a día de dos policías heridos, cada uno a su manera: uno desde el pasado que todo lo devora, otro desde el presente que se hace infinito ante la mirada. Mención aparte, llegado el caso, para la fotografía —en manos de Cheng Siu-Keung—, contrastada y sutil, parte indispensable del comentario que establece la pieza con su público, que accede a esas desesperaciones desde la bidimensionalidad, en un mundo donde no parece haber escala de grises, solo un blanco y negro dicotomizado.
Una película inmisericorde, que conecta la violencia con las pasiones, la estética con lo inaceptable, y recorre un camino lleno de matices y segundas lecturas.
Esos fantasmas del pasado están personificados en el personaje de Cya Liu, la joven que busca la redención en medio de la enorme alcantarilla urbana monocroma de Hong Kong, donde no hay espacio para los desamparados ni para las manos tendidas, donde más vale correr por la propia vida y buscarse el perdón en los cristales que quedarse parada en los callejones oscuros, a merced de la hostilidad. El diálogo que mantiene, de esta manera, la película con el espectador, basándose en la empatía y la simpatía para con sus personajes, logradas siempre desde la lejanía salvo cuando los eventos se vuelven macabros, donde adopta un punto de vista directo mucho más participativo e incisivo, saca músculo en el momento en el que todo lo sórdido, lo atroz y lo desmesurado se aproxima por la espalda: la historia de bajos instintos, de olores nauseabundos e insectos a la que se aproxima Soi Cheang en su festín policíaco de narrativa imponente conecta con la parte más orgánica del espectador, que nunca sabe si subir o bajar en la espiral de emociones que supone ver a unos personajes dolientes e irreductibles buscar el perdón —el ajeno y el propio—, la aceptación, la búsqueda de la justicia o, directamente, la —su— verdad. Limbo es una película inmisericorde, que conecta la violencia con las pasiones, la estética con lo inaceptable, y recorre un camino lleno de matices y segundas lecturas que tiene mucho más que ver con un eterno y perseverante dolor de muelas que con una extracción limpia y sencilla.