Savage State
Del cine de tacitas al wéstern feminista

País: Francia
Año: 2019
Dirección: David Perrault
Guion: David Perrault
Título original: L'état sauvage
Género: Western
Productora: Mille et Une Productions, Metafilms, Title Media, Uproduction
Fotografía: Christophe Duchange
Edición: Maxime Pozzi-Garcia
Música: Trevor Anderson, Sébastien Perrault
Reparto: Kevin Janssens, Déborah François, Alice Isaaz, Kate Moran, Pierre-Yves Cardinal, Grégoire Colin, Vincent Grass, Bruno Todeschini, Constance Dolle, Lee Delong, Mike Gregory Dagenais
Duración: 118 minutos
Festival de Sitges: Sección Oficial (2020)

País: Francia
Año: 2019
Dirección: David Perrault
Guion: David Perrault
Título original: L'état sauvage
Género: Western
Productora: Mille et Une Productions, Metafilms, Title Media, Uproduction
Fotografía: Christophe Duchange
Edición: Maxime Pozzi-Garcia
Música: Trevor Anderson, Sébastien Perrault
Reparto: Kevin Janssens, Déborah François, Alice Isaaz, Kate Moran, Pierre-Yves Cardinal, Grégoire Colin, Vincent Grass, Bruno Todeschini, Constance Dolle, Lee Delong, Mike Gregory Dagenais
Duración: 118 minutos
Festival de Sitges: Sección Oficial (2020)

En dos horas de deleite fotográfico y narrativo, David Perrault subvierte el statu quo post Guerra Civil americana, con un guion que es también un cuento de brujas de giros sorprendentes pero naturales. Y crea armazones en personalidades y relaciones.

Alice Isaaz interpreta a una adolescente inmersa en el tedio existencial que ignora su despertar sexual inminente. La pequeña de tres hermanas detesta la vida de la aristocracia francesa al borde de la caída y se ve turbada por un descubrimiento acerca de su cómplice Layla, la criada negra de la casa. Ambas conviven en una familia que se aferra al autoengaño de permanecer ajena a la guerra. Pero hasta alcanzar ese punto de la narración, entre candiles que iluminan cálidamente los pasillos, y la tenue luz que se cuela por las persianas, incidiendo en un mobiliario de hermosa y costosa madera, David Perrault va a lograr filtrar tan ágil como hábilmente los roles de relación entre los miembros de esa casa. Por otro lado, se nos presenta un grupo de bandoleros traficando con perfume francés y diamantes. Entre ellos destaca un mercenario que ha dejado la banda, aunque aún negocia con la líder de ésta: una mujer pérfida, sensual y con un evidente deseo hacia él que se está tornando en despecho.

La familia acomodada al filo del cuchillo y los dos bandoleros ex amantes suman ocho personajes principales. Todos y cada uno con una personalidad y unas relaciones bien definidas. El padre protector para con las hijas, fascinado por la belleza de Layla, a la que se enorgullece de referirse como asalariada, no como esos esclavistas ingleses a los que trata de bárbaros. Su esposa es una beata más cercana a su idea de Dios que a las emociones de su familia y conserva la altanería de quien se aferra a su posición social y privilegio racial como a un clavo ardiendo. La hermana mayor, consentida y débil, enferma literalmente por amor —uno de los temas principales de la obra— y, la mediana, la fuerte: el pegamento de la familia, la mediadora de tantas familias de la vida real. Y aún así, tan anulada, por no ser la primera ni la pequeña y por ser diferente. Con dos plumazos, con el comportamiento y no con las frases autodefinitorias, este guion cumple la premisa indispensable de mostrarnos cómo son esos perfiles y qué sienten o qué reprimen las unas hacia las otras. Porque esta obra se mete, principalmente, en la cabeza de ellas. La bomba de relojería de la caída está puesta en marcha, tanto en lo burgués como en las dinámicas internas de la casa francesa.

La historia juega con las fuerzas de lo que no podemos controlar, pero invita a levantarse contra las tangibles que nos oprimen en el sistema en que vivimos. Y lo hace con una sutileza maestra, comenzando por la propia fotografía, con ciertos contrapicados que son clave, antes de que todo estalle explícitamente. La cámara se posiciona a lo alto de escaleras de caracol, creando marcos que ya se pueden considerar firma del autor y cuyo responsable, Christophe Duchange, cuida con esmero. Se vuelca sobre los ex amantes enfrentados en una catacumba, recuerda a los planos de plantas de arquitectura que se estudian en historia del arte. Los muestra asalvajados, son bestias, presas de su propia relación tóxica: la que hay entre ellos, pero también con el dinero. Por otro lado, la burguesía fina y ostentosa desfila con sus ropajes bajo un ojo formado por una escalera de caracol con barandillas tan delicadamente talladas y bruñidas que las personas que se van sucediendo parecen estar abandonando un lujoso marco de fotos. Desaparecen del punto de mira, del candelero. Se avecina su desaparición. Se acabó la fiesta.

Cuando se rompen las tacitas, el wéstern entra arrolladoramente. Con sus paisajes hostiles, su carromato caduco y caballos ensillados a la huída anunciando muertes. Los paisajes no podían alejarse de los referentes históricos. Pasando por Sergio Leone, o retomando las nieves de Sergio Corbucci, Sidney Pollack o las más recientes de Tarantino. La naturaleza refleja lo despojados de bienes que se ven la protagonista y su familia en su repentina odisea, y también su exposición a lo salvaje. Mientras que el frío siempre hiela la sangre con los sucesos más terribles. Mención aparte merecen la noche y los fuegos, que son cosas de hechiceras en este wéstern mezclado con cuento de hadas de los primigenios: de los violentos sin censurar.

No es raro ver directores masculinos defender una intencionalidad feminista en sus películas que finalmente acaba siendo contradictoria, o se suma a ese «ni machismo ni feminismo» que evidencia que no se ha comprendido el movimiento, habitualmente rematándolo con un «not all men». Eso no tendría ningún sentido en la época victoriana y en los ambientes del lujo y de los más bajos fondos: ambos contextos totalmente machistas, y más en tal contexto histórico. Sí, aquí son todos los hombres, incluso los que ellas aman. Incluso cuando parece que ellos les corresponden, el patriarcado está bajo la piel de todos, pero eso no significa que no se luchara ya entonces. Hay que hacer hincapié en una escena en concreto. Una de ésas en las que parece que no está pasando nada, pero que marcan un antes y un después en los roles relacionales. Y es que la verdadera líder, antes de gritar, actúa. Tras un agravio que le recalca su lugar en el grupo y que detona la chispa del #blacklivesmatter en Layla, ésta comprende que las circunstancias han cambiado y que cada cual tiene que mirar por lo suyo. Puesto que ella ha arriesgado por la familia más que la propia madre, esa noche se sirve la sopa y se sienta a cenar, sin molestarse a llenar los platos de los demás, encendiendo silenciosa y tranquilamente la chispa de la revolución.

La utilización de la mitología africana, los ritos vudú, Papa Lekba y otra leyenda que no desvelaremos, completa esta estructura tan sólida encaminada al alzamiento y la sororidad. En este escenario, ésa es la bruja buena que va a ser la mentora de la joven heroína. La bruja mala es la ex novia despechada, la que no ha aprendido aún que no vale la pena atascarse en un amante. Es la que danza en el fuego aturdida por la ebriedad o los estupefacientes, rodeándose de tipejos, encarnados por unos encapuchados con sacos blancos en la cara. Fantasmas de carne y hueso, muy sugeridores del KKK. Representa esa minoría de mujer blanca y poderosa, guiada únicamente por el dinero y las pulsiones que suele conseguir cuando se le antojan, porque ha cortado el vínculo con sus propios sentimientos, con la hermandad femenina, y se ha mimetizado en el mundo de los corruptos. Es el carromato en el camino de las que se están uniendo en la lucha, aún sin saberlo.

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