El duelo. De nuevo. Lo último de Christophe Honoré se enfrenta a una temática y un estudio de personaje que ya hemos visto en pantalla en muchas ocasiones, y precisamente por ello el nivel de exigencia narrativa o de profundidad de estilo que cabría esperar de ella sea superior. El duelo, además, es un proceso lleno de implicaciones psicológicas, por supuesto, que están perfectamente estudiadas —y también de modo despersonalizado, como no puede ser de otra manera en el ámbito académico— en el campo de la psicología. Y digo esto porque da la sensación acercándose a la obra de Honoré de que tiene más de documental sin emoción que de estudio individual sobre el proceso de la pérdida. Como si se hubiera propuesto seguir el camino de la clínica sin ofrecer un recorrido personal verdaderamente memorable. Y no es porque Lucas —interpretado por Paul Kircher—, el joven protagonista de la pieza, no ponga toda la carne en el asador por su parte —que lo hace—, sino porque el esbozo de su personalidad está tan estereotipado, las fases del duelo tan simplificadas y subrayadas, y el contexto personal dibujado con una brocha tan gorda, que las implicaciones sociales o psicológicas reales que podrían vivir bajo su carcasa se quedan diluidas bajo una máscara de pretensión, de fingimiento. Incluso de desproporción entendida desde la extrañeza de asistir a un recorrido privado visto con ojos irreflexivos.
Un coming of age invernal que, pese a sus defectos estructurales, propone un camino que se puede transitar con bastante facilidad.
Le lycéen sigue de cerca a un joven introvertido y sensible que sufre una pérdida cercana. Y a partir de ahí se desarrolla: su intención es la de crear un contexto rico basando sus puntos de progreso en la homosexualidad de su protagonista, el viaje vital y la búsqueda de la autoaceptación, pero cuenta con el terrible hándicap de actuar desde la mercantilización y la simplificación formal, sin darse cuenta de que la realidad tiene infinitas aristas y no solo un recorrido lineal a través de los criterios diagnósticos o la parte más academicista de su objeto de estudio. No ayuda a entrar en la narración una voz en off constante y explicativa que pretende compensar sus carencias gramaticales a base de verbo —tratando de venderla como una característica intrínseca de su núcleo estético—, una música extradiegética cargante, cambios de punto de vista que apenas benefician a la narración más allá de enfangarla, y una serie de eventos colaterales que, buscando encontrar expansión a través de la estructura, encuentran en realidad insustancialidad por su incapacidad para unir las piezas del puzle sin resultar o bien excesiva o bien lineal. De manera casi estereotípica, además se acerca a su protagonista dejando los grandes temas del paso a la adultez situados en un lugar muy primario —la muerte, la aceptación, la interacción—, casi quitándole identidad a Lucas y dándosela a lo ambiental, a lo generacional. Por otro lado, y entre sus virtudes —que también las tiene—, está la sensibilidad de la puesta en escena, que aunque funcional y con ideas de dirección bastante mundanas consigue penetrar en el aspecto más emocional de su protagonista sin apenas hacer aspavientos —aunque eso también se lo debemos a esa sonrisa herida de Paul Kircher—, y también la sensibilidad con la que es capaz de acceder a las dudas adolescentes de Lucas, convirtiéndose en un coming of age invernal que, pese a sus defectos estructurales, propone un camino que se puede transitar con bastante facilidad. La de cal y la de arena, supongo.