Revista Cintilatio
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Last Words (2020) | Crítica

Océanos de tiempo
Last Words, de Jonathan Nossiter
Un viaje a través del cine y las eras del tiempo, que bajo la forma de una road movie post-apocalíptica, reflexiona sobre el ser humano como agente destructor de una naturaleza que reclama lo suyo con vehemencia.
Por David G. Miño x | 15 octubre, 2020 | Tiempo de lectura: 4 minutos

Por norma general, el género post-apocalíptico ofrece ideas de lo más imaginativas, muy dadas a la lectura de los tiempos en base a conceptos que exceden la realidad actual, pero que no serían —serán— descabellados en el caso de una humanidad que no echa el freno en su carrera destructora. Las cartas de Last Words (Jonathan Nossiter, 2020) son claras: con un enfoque minimalista y un mensaje verdaderamente descorazonador, entra de pleno en lo que podríamos llamar «distopía de autor». Ofrece un punto de vista literario, casi poético, sobre un futuro en el que la humanidad lo ha perdido todo: los mares se han vuelto rojos y han engullido la tierra, las mujeres han perdido la capacidad de engendrar, las tierras son áridas e infértiles, todo aquello que crece es tóxico. En medio de la desolación, un joven se obsesiona con filmar todo aquello que esté a su alcance, con el único objetivo de rodar la que probablemente sería la última película de la humanidad.

Last Words expone interesantes pensamientos en cuanto al devenir de las cosas. Por un lado, teoriza sobre un mundo que ha perdido la capacidad de comunicarse, de socializar, al verse el ser humano reducido a la nada durante décadas por obra de una naturaleza que esta vez no ha dado tregua. En uno de sus alegatos más reveladores, observamos a las últimas personas relacionarse entre sí con desconcierto e inexperiencia, como frenados y atemorizados en la pérdida de lo que siempre se ha considerado uno de los pilares básicos de la raza humana: la socialización. Jonathan Nossiter consigue de este modo enfocar conceptualmente la película hacia la desvinculación, tanto con los ecosistemas como con nosotros mismos, a través de un concepto que manifiesta con una veracidad documental los efectos de la ponzoña que, como especie, inoculamos al pobre y dolorido planeta Tierra.

De un modo confuso, sentimos que los personajes no están desarrollados, pero nos da igual; que las motivaciones no tienen peso, pero tampoco es que nos importe; que el pasado está en blanco y el futuro también, pero el presente parece ser suficiente.

La identidad visual de Last Words es de lo más atrayente.

El problema, al margen de su más que lícita vocación concienciadora, es que agita un sistema fílmico que usa una narrativa excesivamente referencial —y metacinematográfica— en el mismo recipiente que un ideario propio, dando como resultado un cóctel poco equilibrado en el que lo contestatario se diluye entre lo condescendiente —a veces incluso a la vez—. Todo esto sumado a un metraje excesivo que acaba resultando reiterativo en lo narrativo, que sobreincide en la desconexión y la idea del olvido en detrimento de un mayor desarrollo socio-afectivo de los personajes, que pese a todo, son seres dolientes que se enfrentan a la aniquilación total. Aunque el carácter autoral de la obra la sitúe en la posición de ser interpretada por encima de lo explícito, cae con demasiada frecuencia en una especie de letargo fílmico, que abandona —o renuncia— a la literalidad en lugar de reforzar su mensaje subtextual a través de ella.

Es su apartado metaficcional el que la rebaja, ya que se destapa casi como un homenaje, un recorrido por el cine —no faltan ni Buster Keaton ni Fritz Lang— que pone al servicio de la nostalgia una trama que bien podría haberse cerrado de un modo mucho más vigente. Pese a todo, desprende cierta calma etérea, que salta por encima de estos obstáculos semánticos y la eleva sobre su propio ideario, su personal sentido de la ética naturalista: un indescriptible sentimiento de pertenencia acaba por instaurarse en el espectador, que aunque luche contra los sentimientos encontrados que le proporciona esta polarizante y para nada convencional Last Words, tiene algo de tranquilizador, de reconfortante. De un modo confuso, sentimos que los personajes no están desarrollados, pero nos da igual; que las motivaciones no tienen peso, pero tampoco es que nos importe; que el pasado está en blanco y el futuro también, pero el presente parece ser suficiente. Todo esto, contradictorio desde cualquier punto de vista imaginable, suscita el pensamiento más primario al que debe hacer frente el consumidor de arte: ¿es trascendente?, ¿modifica algún esquema previo? A ratos, la respuesta se consume a sí misma entre planos de imponente potencial estético y difuso significado, y encuadres llenos de convencional cotidianidad y atrapante simbolismo. Last Words es casi un grito de dolor, un alarido silencioso que rabia sin asegurar el tiro, pero que atraviesa algo distinto con cada disparo.