El cine francés y las relaciones, todo uno. Desde Éric Rohmer hasta Guillaume Canet, o desde François Truffaut hasta el propio Emmanuel Mouret, son decenas las obras con el sello galo que han estudiado cómo las personas se relacionan entre sí, cómo se aman y se dejan, se necesitan y se desprecian, se atraen y se olvidan. El amor, realmente, como el sentimiento más cinematográfico, y todo lo que depende de él, puede presumir de ser el lugar común universal del arte de la narración y nunca estar lo suficientemente explotado; cada punto de vista puede llegar a transformar lo presente, y tanto da que accedamos a él a través de las palabras de Amélie Poulain que de las de Cléo Victoire, que resonemos con las notas de Yann Tiersen o con las de Claude Debussy, que la sensación de descubrimiento, de nuevos mundos interiores agazapados en los márgenes permanecerá siempre inalterada, y nosotros, como espectadores hambrientos de hogares que espiar, de miradas que escrutar, siempre tendremos un ojo puesto en, por enésima vez, esa deriva inabarcable que es el amor. Dejando a un lado estas palabras introductorias, Las cosas que decimos, las cosas que hacemos (Emmanuel Mouret, 2020) propone un viaje de varios sentidos —realmente, va mucho más allá de la ida y la vuelta— en el que la mirada se irá posando, formando un puzle formidable, en las diferentes piezas interpersonales que componen la totalidad de la obra. Concretando, seguiremos las historias subjetivas de Daphné y Maxime —maravillosos Camélia Jordana y Niels Schneider—, que en un encuentro con el que no contaban comenzarán a entablar amistad y a compartir sus convulsos pasados sentimentales. La película irá viajando entre varias líneas temporales y geográficas, dependiendo cada una de ellas de su narrador —aunque hemos de decir que podemos considerarlo siempre un narrador fiable, no juega la baza de la confusión—, y a través de este intercambio entre los dos personajes principales podremos ir desenmarañando la identidad de cada uno de ellos, qué buscan y qué han perdido por el camino.
El filme de Emmanuel Mouret explora, en una obra casi literaria por su capacidad evocadora, temas como el desamor, la fidelidad, la amistad, la pasión, etc. Los personajes, en un guion perfectamente estudiado, irán descubriéndose al público mientras avanzan de un modo orgánico en sus historias vitales. Aunque, como decíamos, accederemos a su pasado a través de flashbacks, estas alteraciones en la línea temporal no obstaculizan en absoluto el hilo principal, ya que, con precisión de cirujano, siempre la historia secundaria comenta sobre la presente, y se interrelacionan entre ellas sin abandonar nunca la vigencia: los actos que acontecen en los dos lados de la historia tienen una réplica entre sí, dando la sensación constante de que el pasado, el presente y el futuro son, en realidad, todo uno, y que de la interacción entre lo que ya hemos vivido, lo que estamos viviendo y lo que pretendemos vivir nace la experiencia de ser. El concepto de ese «amor a destiempo», por su parte, envuelve el resultado final de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos: casi se trata de enunciar las posibles vidas en lugar de las vidas vividas, de explorar el interior de unos personajes que van a la deriva entre la felicidad y la pena y que nunca parecen coincidir en el tiempo y el espacio para comer perdices. La película, en este sentido, puede resultar parcialista al desproveer a sus criaturas de toda problemática ajena al propio acto de amar y no ser amado —o viceversa—, y ciertamente este punto podría representar la principal crítica negativa que se le podría hacer, ya que todo lo que vemos está determinado única y exclusivamente por la casuística sentimental: no tienen problemas laborales, ni familiares, ni económicos, ni sociales; su sexualidad está perfectamente definida y no pertenecen a ninguna minoría. Básicamente, la película de Emmanuel Mouret representa una serie de hechos con pureza semántica, quitándose de encima cualquier interferencia externa en beneficio de un mensaje y una serie de metáforas más claras y comprensibles. Y esto puede ser un arma de doble filo, aunque en el caso que nos ocupa no estorbe —incluso puede que enriquezca desde determinado punto de vista, al eliminar de la ecuación todo lo adyacente para centrarse en una única meta— la narración.
Una obra con poso y alma que se define por la contradicción que existe entre lo que querríamos tener y lo que somos. Una película para no olvidar y acudir a ella en busca de más preguntas.
Mientras el personaje de Maxime, el enamorado del amor que duda por sistema y se plantea las preguntas y enunciados que definen la relación de la obra con la audiencia —«¿realmente la amaba?», «no quiero volver a pasar por esto»— actúa como la voz pasional pero intelectualizada de un amor o una pasión más o menos explícita, el de Daphné recurre más a una suerte de autoconvencimiento, a descubrir el bien y el mal desde la repetición, desde primero tener una idea y luego aceptar que no puede ser de otro modo: la relación que establecen entre ellos, y que es la que da forma a la película en términos globales, define todas las realidades que viven o podrían vivir, y representa la historia de amor fácil que nunca llegará a existir, por puro azar o por haber estado siempre en el lugar equivocado con la persona errónea. A su vez, y pasando por alto intencionalmente la aportación a la trama de muchos personajes que van modificando poco a poco —incluso con algún giro— la historia, destaca por encima de todos ellos el interpretado por Jenna Thiam —actriz que conocimos en la maravillosa serie Les Revenants (Fabrice Gobert, 2012)—, Sandra, la nota disruptiva que actúa como el elemento catártico principal que cuestionará las pasiones y las soledades con decisión y espíritu contradictorio: el arco argumental que la implica define la idiosincrasia de Las cosas que decimos, las cosas que hacemos: cuando se está ahí, no hay diferencia entre ser el único o el otro, el marido o el amante, la mujer o la querida, y Emmanuel Mouret obtiene de este modo su mayor acierto estructural y narrativo al convertir las relaciones, el amor en sí mismo, en una puerta giratoria que a veces es luz, y a veces oscuridad. Al final, la película del cineasta francés tiene poso y alma, y se define por la contradicción que existe, como reza su título, entre lo que decimos y lo que hacemos; o lo que es lo mismo, entre lo que querríamos tener y lo que somos. Una película para no olvidar y acudir a ella en busca de más preguntas. Aunque solo sea por ese final, esa mirada, y esa sonrisa.