Revista Cintilatio
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La tragedia de Macbeth (2021) | Crítica

Y en el aire, la corona
La tragedia de Macbeth, de Joel Coen
Joel Coen, en solitario sin Ethan, se lanza a adaptar a Shakespeare en una película de un sentido estético incontestable que encuentra en la conjunción entre forma y fondo la mayor de sus virtudes y en la fuerza de su texto la absoluta vigencia.
Por David G. Miño x | 16 enero, 2022 | Tiempo de lectura: 5 minutos

Interpretar a William Shakespeare. Algo que de primeras no sería asunto que uno se podría esperar de Joel Coen, aquí por primera vez en solitario sin su otra mitad, Ethan, que dice haberse retirado, al menos de momento, del cine. Sí que es cierto que en su día habían demostrado cierto interés por la literatura clásica —hacia una obra algo así como dos mil doscientos años anterior, pero entiéndanme el concepto— cuando adaptaban libremente la Odisea de Homero con O Brother! (2000), pero nada más lejos del tono solemne, grave, portentoso y trágico que el mayor de los hermanos ha sabido filtrar en esta nueva adaptación de La tragedia de Macbeth, en la que el cineasta se renueva demostrando unas inquietudes visuales prácticamente inéditas dentro de su filmografía y una mirada poética de belleza inaguantable que me lleva a pensar en aquella cumbre suya —de ellos— que fue Muerte entre las flores (1990), no por la temática, sino por la lírica, el absoluto dominio de la forma, la capacidad de mutar y traspasar la frontera de lo estético para enraizarlo en lo que más tiene que ver con lo narrativo, con lo sintáctico. Porque mediante el lenguaje visual que despliega Coen aquí, en un blanco y negro abrumador, consigue alcanzar la cima de su talento como cineasta, ya no como narrador, que también, sino como creador de imágenes relacionadas con el texto —y qué texto, qué vigencia, maldito sea Shakespeare y el respeto con el que lo ha tratado Coen, reverencial, con diálogos y monólogos literales y un sentido de la adaptación exquisito— y con la plasticidad de lo que vive detrás.

Hablemos de la puesta en escena. Si por algo destaca La tragedia de Macbeth, además de por lo expuesto, de su sentido de la expresión, es por su impresionante labor estrictamente fílmica: en un panorama cinematográfico en el que demasiado a menudo sucumbimos a los valores meramente narrativos, la importancia de la conjunción contenido-continente que arroja Joel Coen es absoluta. Sus composiciones, simbólicas, atrayentes, minimalistas, anacrónicas, desprovistas de temporalidades, subversivas, exploran las ideas que viven en el texto de Shakespeare —la traición, la culpa, la ambición— y las expresan sin necesitar demasiados recursos instrumentales, solo un sentido de la estética, en este caso conectado intrínsecamente con la ética —las dudas iniciales de Macbeth, las instigaciones de Lady Macbeth, el camino de inversión de ambos personajes, todo hermanado entre sí— que saca a colación lo excelso que resulta ver a Denzel Washington y a Frances McDormand recitando y sintiendo unas líneas que, a los que nos educamos en la literatura de la mano del inglés, se nos pueden llegar a antojar oro líquido. El talento de Coen sale a relucir cuando más se abre a sus inquietudes y se permite darle forma, o alterar, lo que, entre escenas, queda sugerido en el drama original: la aparición de Banquo en el banquete, que en el texto es un fantasma que se sienta en el lugar de Macbeth, y que aquí manifiesta en una escena diferente pero complementaria, brutal; o el magistral momento de la corona hacia el final, de un poder cinematográfico extraordinario; solo dos ejemplos de excelencia en la transposición texto-imagen que hacen de La tragedia de Macbeth una experiencia fílmica única y casi inverosímil.

Joel Coen ha sabido no solo entender, sino recordar la esencia del genial dramaturgo y trasladarla a los tiempos que corren.

Tengo la tentación de establecer cierto paralelismo con El caballero verde (David Lowery, 2021) —una tampoco particularmente descabellada, que comparten la producción de A24—, sobre todo por el esplendor escénico y la amplitud de ambas para conectar su forma fílmica con la literaria, para expandir los tropos de sus orígenes —artúricos la una, shakespearianos la otra— y convertirlos en algo reconocible desde lo intelectual, y de inmensa amplitud emocional, capaz de engancharse con el espectador a través de lo inmortal de sus mensajes, de la vigencia que vive detrás de sus anuncios: en el caso de Macbeth, es maravilloso verla en pleno 2022, pensar que fue escrita originalmente hacia 1606, y sentirla como si fuera una radiografía de la realidad política o directamente humana de nuestros días, como si en el fondo, la cabra tirara al monte y llevásemos siendo igual de necios desde que el tiempo es tiempo, puede que incluso desde antes. El tiempo dirá si La tragedia de Macbeth podrá estar en la misma conversación, cuando se hable de las grandes de Shakespeare en el cine, que Trono de sangre (Akira Kurosawa, 1957) o la propia Macbeth (1948) de Orson Welles —si me preguntan, lo tendría claro—, lo que sí se transparenta es que Joel Coen ha sabido no solo entender, sino recordar la esencia del genial dramaturgo y trasladarla a los tiempos que corren, donde no solo las lecturas políticas se pueden relanzar y mirar con renovados ojos, sino la totalidad de su entereza y trascendencia, que ocurre porque, en efecto, Coen es un cineasta prodigioso.