De nuevo, lo cotidiano. Vistas desde la cercanía, las pequeñas explosiones que transcurren en el más absoluto de los silencios, las que transforman pero no se escuchan de puertas para afuera, son las que se comprenden desde el estado de ánimo, las que prácticamente se asumen: el cine de Ryûsuke Hamaguchi, quizá elevado un nivel más por encima de sus estándares en esta La ruleta de la fortuna y la fantasía (2021), es una exploración exhaustiva del azar y la aceptación de la divergencia en todo su esplendor, de lo que significa estar vivo en un mundo frío, que busca en el contacto entre las personas la chispa de la conexión y que abraza la aleatoriedad, el arbitrio más caótico, para dejar paso a la interacción y las sensaciones, nada más. Pero realmente, no se podría considerar que su tratado sobre la casualidad se queda en la suma de eventos inconexos, ni mucho menos: estimar que es un cineasta pasional sería reducir la intelectualidad que subyace en su obra, capaz de ensamblar la realidad emocional con la teórica y adjudicar a cada interacción un subtexto, a cada intercambio personal una figura que incrementa todavía más el valor intrínseco de su cine, en este caso, de La ruleta de la fortuna y la fantasía.
Porque la obra de Ryûsuke Hamaguchi requiere un reposo, aunque no un visionado particularmente exigente. Fragmentada en tres partes, cada una con su título y sus créditos, con sus protagonistas y su propio arco argumental, la pieza es un tríptico del azar, de la sensación de desorientación asociada a una clase media a la que no le falta nada pero que siente un vacío insalvable que ni siquiera es capaz de verbalizar, un recuento de vida que mira hacia atrás con nostalgia y que juguetea con lo intangible y lo inexorable. Así, son tres historias que se entrelazan en lo semántico, pero no en lo narrativo, las que dan forma a La ruleta de la fortuna y la fantasía: su disertación en femenino, de la búsqueda del amor y su significado, del sentido de la propiedad en la pareja, del sexo, de la idealización del pasado y el daño que permanece, del futuro que parece establecerse en la niebla, integran una pieza que usa las grandes disyunciones para establecer una línea común que une su totalidad y que, de este modo, aporta la cohesión que, finalmente, será responsable de conferirle su delicadeza y su poesía. Porque tal y como Hamaguchi juega con su narrativa, no es necesario conocer el antes ni mucho menos el después: La ruleta de la fortuna y la fantasía niega lo convencional en su inmenso volumen, tanto que sus personajes acompañan al espectador durante apenas media hora antes de pasar a los siguientes, pero se entrelazan y se hacen uno con su mensaje, como un poema que se desvincula de la mano que lo ha escrito y vive en la memoria colectiva, y permanecen unos después de otros acumulando sus símbolos, sus virtudes y sus angustias vitales. Su humanidad, al fin y al cabo.
Una joya fina y pulida. Un cine de sensaciones e imágenes, de diálogos y rostros, de cuerpos y miradas que se cruzan.
Tendiendo una mano hacia lo efímero, hacia un estilo que comunica sensaciones y humores, pasiones y amores desde las miradas que se esquivan y chocan y los planos eternos en los que la interacción está tan desprovista de lo artificial que pareciera irrefutable, la película del cineasta japonés quiere traer a la mente un cine también inconmensurable, el del coreano Hong Sang-soo: desde esa cotidianidad y el tratado de lo humano a través de las palabras, de la narrativa llena de matices conversacionales y diálogos infinitos de belleza literaria Hamaguchi, aunque más coreografiado y estético, menos dado a la metáfora infinita y más contenido en lo referente al desorden y lo aparentemente intrascendente —sus conversaciones no tienen un hálito común como las del coreano, sino que se perciben siempre como un juego dialéctico extraordinario—, encaja en el estudio del ser humano con una mirada de similar regusto y cierto amor por el anillo de zoom. De este modo, en el tratamiento de sus personajes femeninos multidimensionales no supeditados a nada más que sus propias motivaciones y sus propios deseos, capaces de encajar y de dar los golpes con la misma estoicidad, encuentra la veracidad y la conexión de lo fílmico con lo veraz a través de lo social, de lo emocional y de lo intelectual, y se sale de los renglones —igual que Hong Sang-soo— para dejar constancia de que, efectivamente, la realidad y la ficción parten del mismo lugar.
No es que la regla del azar se incumpla en La ruleta de la fortuna y la fantasía, es que deconstruye la relación del público con lo aleatorio, lo abandona y luego lo reintegra: la construcción de unos personajes que saltan de lo causal a lo casual y viajan entre los dos puntos, convirtiendo en hechos cinematográficos incontestables lo que en otras manos estaría vacío de contenido y se sentiría impostado, se une en lo personal —la mujer que localiza la respuesta a sus sentimientos olvidados y renueva la forma de su manera de amar, o la que lo pierde todo por una letra mal escrita, o las que se encuentran y dan sentido a sus vidas desde el error— y lo social —todos los encuentros se enlazan con el crecimiento o el decrecimiento en manos de la nada— hasta conformar la reconstrucción final, última, la más desaforada sobre la propia condición humana, tan inalterable en su esencia como imposible de enunciar. Ryûsuke Hamaguchi ha filmado un canto a la humanidad, a lo inaceptable, a lo contradictorio y a aquello que no se puede poner con palabras; una joya fina y pulida que contiene recuerdos perdidos y confesiones de las que nunca se llegan a pronunciar. Un cine de sensaciones e imágenes, de diálogos y rostros, de cuerpos y miradas que se cruzan en la búsqueda eterna de un pedazo de suerte, o de fortuna. O de fantasía.