Lo propio. Aquello por lo que luchamos. ¿Hasta dónde estamos dispuestos a llegar para defenderlo? ¿Hasta qué punto creemos que amamos algo? Se dice que no se es consciente de lo que se tiene hasta que se pierde o, al menos, hasta que se está a punto de perderlo. La casa, el lugar donde te criaste. La familia, aquellos con los que compartiste tu vida. ¿Qué son realmente? ¿Un humano, para simplemente poder considerarse como tal, es necesario que se haya criado rodeado de los de su misma especie? O, por el contrario, la casa y la familia dan igual, ya que lo que nos hace humanos es sentir, luchar por aquello en lo que creemos y buscar nuestro lugar en el mundo, por muy apartado que esté. Estas —entre muchas otras— son algunas de las ideas que el maestro Hayao Miyazaki plantea en su famosísimo filme La princesa Mononoke (1997), uno cargado de todo aquello que define su trabajo: crítica a la humanidad, visión de futuro, una pequeña dosis de romance y consecuencias de los actos; pero también, saliéndose de su zona de confort, presenta un drama descarnado que, muy probablemente, haga de esta la película más grave de su carrera. En ella seguimos el camino del príncipe Ashitaka, heredero de su clan, que se ve obligado a viajar lejos de su tierra debido a una maldición que le consume. Durante su camino conocerá a San, la conocida como princesa Mononoke, y verá lo que ocurre más allá de las tranquilas fronteras de su hogar.
Odio, un fuerte sentimiento. Hace que nos movamos, siempre. Ya sea para hacer el bien o hacer el mal, el odio obliga al cambio. Aparentemente, el largometraje que tenemos entre manos habla de la naturaleza, de la ecología, del convivir del ser humano con el mundo que le rodea. Todo ello es cierto, no se puede negar; pero, sin embargo, los sentimientos tienen apartado un lugar especial. Sentirse desplazado, traicionado, amado y odiado. ¿Qué significa realmente todo eso? ¿Cuál es la mejor manera de hacer frente a la adversidad? En La princesa Mononoke, Miyazaki desarrolla esta idea de forma magistral, contraponiendo dos visiones completamente distintas —la tradición de los bosques y la industrialización de los nuevos tiempos, que no dejan de ser los dos pilares sobre los que se sustenta la sociedad japonesa contemporánea— para ensayar acerca de lo que es necesario hacer, de lo que se debe hacer y de lo que, tristemente, se acaba haciendo. ¿Es el progreso, por necesidad, algo malo? Muy habitualmente, en este tipo de filmes, se plantean como villanos a aquellos que irrumpen en la naturaleza y la modifican a su gusto, normalmente para lucrarse con ello. Por otro lado, los héroes imbatibles y rectos son aquellos que luchan por defender los pulmones de la tierra. Nada es tan sencillo a ojos del cineasta nipón. Gracias a una construcción de personajes espléndida, nada queda tan claro. La realidad no es simple, de hecho, todo lo contrario. Las personas tienen sus razones para hacer lo que hacen, y rara vez existen villanos tan marcados como se suelen ver en las superproducciones de Hollywood. En este caso, y como suele ser habitual en los trabajos de Miyazaki, el foco está en la naturaleza del ser humano, en lo que habita dentro de nuestros corazones y nos hace ser lo que somos. Tal y como diría Logen Nuevededos, uno de los protagonistas de La Primera Ley de Joe Abercrombie: «hay que ser realistas». Los personajes de San y Lady Eboshi se contraponen como dos caras de una misma moneda, ya que las dos se preocupan por los suyos y quieren lo mejor para su pueblo, luchando con uñas y dientes —de forma literal en el caso de San, para qué negarlo— si es necesario. El enfrentamiento entre estas dos mujeres hace que el conflicto principal de la película esté lleno de matices muy interesantes.
Pero en torno al odio no iba a girar todo. Hayao Miyazaki es famoso por ser un hombre con fe en los humanos, pues el cambio no es obra de milagros —que no existen, como muchas veces ha dicho ya el autor—, sino de la fuerte necesidad de las personas por intentar —nótese el intentar— ser mejores, ya que no siempre se consigue, y no siempre los medios son los adecuados. No se puede decir que el desenlace del filme, sin entrar en el terreno de los spoilers, sea triste o alegre. Simplemente es lo que tenía que ser: ambas partes obtienen un fragmento de aquello por lo que luchaban, perdiéndose el resto por el hecho mismo de la existencia del conflicto. He aquí donde, una vez más, se filtra la fuerte ideología antibelicista del director. Se puede sacar la lectura de que el mal está en casa, pues la codicia del ser humano es infinita: nunca es suficiente, siempre se ansía un poco más de lo que se tiene; pero por otro lado, solo los humanos pueden arreglar sus problemas, ya que los dioses —muy presentes en el filme y en todo el ciclo rural de Miyazaki— están simplemente para encauzar, en la medida de lo posible, el porvenir de la tierra, pero son las personas las que tienen en sus manos el futuro que les espera. No está en manos del azar, de la suerte o de ninguna fuerza externa: las consecuencias de los actos son las que dictan el mañana.
Un filme sensible y sincero que, desde el drama más crudo, reflexiona acerca de la naturaleza del ser humano, mostrando tanto lo bueno como lo malo.
Por último, los animales. El imaginario del de Bunkyō es claramente reconocible ya que, empezando por Mi vecino Totoro (1988), pasando, evidentemente, por La princesa Mononoke para llegar hasta El viaje de Chihiro (2001), las deidades son representadas con esta apariencia feroz y adorable al mismo tiempo. No inventa la rueda puesto que, en la religión sintoísta, los dioses —o kami— son representados muy habitualmente con forma de animales salvajes, ya sea zorros, lobos, jabalíes, etc. Aún siendo así, es de agradecer la visibilidad que le da a esta faceta de la cultura nipona, la cual trata siempre desde el máximo respeto y conocimiento. Alejándonos de la visión que tiene el autor del corazón humano, es necesario comentar la pureza y honradez con la que representa el alma de los animales. En una típica escena en la que, volviendo al símil con los blockbusters hollywoodenses, dos personajes —uno herido y otro no— tienen una conversación, es realmente habitual encontrarse con la típica línea de diálogo de «espera aquí, volveré con ayuda». Pues bien, por norma general, en este tipo de situaciones, uno de los dos se queda rezagado, rompiendo de este modo el grupo y generando incertidumbre en el espectador por el destino de ambos. En el caso de Miyazaki, aprovechando para darle una vuelta a este manido recurso, hace uso de él, pero de un modo muy particular: uno de los dos personajes es humano y, el otro, su fiel montura. De este modo, al no hacerle caso a su amo quedándose atrás, el nipón representa el honor de estos seres, cuyo deseo último no es otro que el de defender y ayudar a su compañero, dando igual el estado en el que se encuentre. Una vez más se nos muestra el egoísmo del ser humano, sin importar las circunstancias. Por todo lo comentado, La princesa Mononoke es un filme sensible y sincero que, desde el drama más crudo, reflexiona acerca de la naturaleza del ser humano, mostrando tanto lo bueno como lo malo. Porque sí, somos seres imperfectos: nos equivocamos, caemos y nos intentamos levantar. Pero nuestra imperfección llega hasta donde queramos que llegue, pues está en nuestra mano cambiarlo. No existen milagros, solo acciones y consecuencias. Las acciones muestran quienes somos actualmente, mientras que las consecuencias marcan quienes seremos en el futuro.