Izando la bandera y enviando los pensamientos al cielo, en lo alto del poste que aguanta aquello que deseamos, podemos encontrar aquello que amamos. Aun sin saber que lo necesitábamos. Aun sin saber que todo va a cambiar desde el momento en el que elevamos ese trozo de tela que alberga nuestro ser y que se alza desde la cúspide de la colina, viendo como el mundo se extiende a sus pies. Viendo como el lejano horizonte hacia el que navegan los barcos marca el inicio y el final de todo. Viendo como la vida va y viene al ritmo de las olas. De todo esto habla Gorō Miyazaki que, en su segundo largometraje, crea una cinta cargada de sentimiento, cargada de esa nostalgia tan característica que emana de los filmes de Studio Ghibli. De este modo, el espectador sigue las vivencias de Umi, una joven que encuentra en su sobrecargada rutina diaria la forma de sobrellevar la profunda soledad que alberga en su corazón.
Dolor, pérdida y desesperación. Probablemente los tres sentimientos predilectos del gran Isao Takahata a la hora de desarrollar una película. Del mismo modo, esta tríada pasó a formar parte —de una forma diferente, pero con el mismo fondo al fin y al cabo— del imaginario de Hayao Miyazaki, el cual veía a Takahata como su maestro. Por razones obvias, es razonable pensar que existan en Gorō Miyazaki ciertas similitudes con los imaginarios de estos dos cineastas. Es así como, de forma sutil pero presente, el director de La colina de las amapolas (Gorō Miyazaki, 2011) introduce y entremezcla las visiones de sus dos maestros para crear una atmósfera que, sin ser del todo novedosa, tiene la suficiente identidad como para ser reconocible por sí sola. Dentro del más puro de los realismos encuentra los momentos oportunos para aportar la dosis justa de onirismo y fantasía, que añadido a una estética preciosista —muy habitual en los filmes del estudio nipón— crea un trabajo muy solvente de narración sencilla y funcional con fuertes ideales críticos, sobre todo políticos y sociales. Dicho discurso se gesta de una forma reseñable, ya que gracias a un primer acto frenético en el que el espectador debe ponerse en contexto rápidamente, el cineasta se toma la licencia de enfocar el segundo y gran parte del tercer acto de una forma mucho más contemplativa, sembrando las semillas de las distintas ideas que luego desarrollará —o no— y mostrando un contexto histórico cargado de malestar político y de rechazo por la tradición en pos de un futuro mejor que debe ser alcanzado con premura. «Destruid lo antiguo y destruiréis la memoria del pasado», enuncia un personaje en cierto momento de la trama. Siguiendo los pasos de su padre en cuanto a la visión del folclore se refiere, Gorō Miyazaki enfoca la forma de ver el mundo desde una óptica en la que lo tradicional y lo rural tienen una importancia capital. Eliminar el patrimonio histórico y cultural buscando la rápida modernización no es el camino a seguir, ya que ¿para qué entonces nuestros antepasados se esforzaron en dejar constancia de sus logros? El futuro se debe crear mirando al pasado y actuando en consecuencia para no cometer siempre los mismos errores, ya que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.
Por otro lado, el sentir de la sociedad nipona que se refleja en el filme es la evolución natural de aquello que ya se nos mostró en La tumba de las luciérnagas (Isao Takahata, 1988) y en Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988). La colina de las amapolas, por lo tanto, podría ser considerada la tercera parte de una trilogía que, desde la década de los cuarenta con la Segunda Guerra Mundial, pasando por la posguerra en los cincuenta hasta llegar a la paz relativa de los sesenta nos muestra la evolución de la mentalidad del pueblo japonés a través de historias de individuos aislados que no tienen ninguna relación aparente. Solo los une su fuerte determinación, una llama que los hace moverse por el mundo luchando contra la sociedad e intentando del mismo modo aguantar lo que les ha tocado vivir. La Restauración Meiji marcó un antes y un después en la historia del país del sol naciente, puesto que gracias a ella se alcanzó una nueva era de paz. Esta versión idealizada del Japón de 1868 hasta 1912 caló hondo, llegando a influir en las generaciones venideras —tal y como vemos representado en el filme—, modelando su forma de ver el mundo: uno en el que merece la pena luchar por un mañana mejor. Esta nueva era traería también consigo una nueva oportunidad para las mujeres, que irían dejando poco a poco el ambiente familiar para embarcarse en una travesía en la que deberán encontrarse a ellas mismas y su lugar en un mundo que pertenecía a los hombres por tradición. Umi no es una heroína indestructible e insensible, pero tampoco cae en el arquetipo de chica desamparada: en su melancolía y soledad, en sus lágrimas y en sus risas podemos ver a una humana, con sus propios problemas, en una etapa vital tan complicada como es la adolescencia. El buen hacer de Gorō Miyazaki a la hora de perfilar un personaje femenino protagonista con la profundidad que merece es digno de elogio.
Un filme introspectivo que encuentra en la sencillez de su narración el espacio para tratar el sentir de la sociedad de forma realmente refinada.
Es por todos conocido que los nipones son unos sentimentales. Solo hace falta pararse a escuchar su música, ver sus películas, leer su literatura o disfrutar de su pintura para darse cuenta de la sensibilidad natural que poseen para representar aquello que a veces es tan complicado expresar con palabras. El mundo interior que han desarrollado los individuos de una sociedad que castigaba mostrar los sentimientos en público es realmente impresionante, casi poético. La colina de las amapolas es un filme introspectivo que encuentra en la sencillez de su narración el espacio para tratar el sentir de la sociedad de forma realmente refinada. Como si de un haiku —poema tradicional japonés, característico por estar formado únicamente por tres versos—se tratase, en sus breves noventa y un minutos despliega un abanico de emociones y sensaciones que solo los nipones saben tratar. Si alguien marcha hacia el horizonte y se pierde tras él, cabe la posibilidad de que no vuelva jamás, que se vea consumido por la inmensidad del océano. Pero con aquella bandera izada, tal vez, y solo tal vez, encuentre el camino de vuelta a casa. Como un faro iluminando la densa y profunda oscuridad que se alza triunfante en la colina donde nacen, viven y mueren las rojas amapolas.