Hay cierto tipo de cine que es capaz de guardar las apariencias de obra sencilla y accesible, y a la vez proponer grandes temas e interesantes puntos de vista sin faltar a la propia intencionalidad narrativa, a la vocación de entretener y conmover. Steven Soderbergh es uno de esos cineastas, tan oscuros y profundos como abiertamente melancólicos, que cuando toca la tecla de los tiempos y se aleja de sus ejercicios de estilo más hilarantes —no olvidemos que tiene en su haber obras como la trilogía de Ocean’s o La suerte de los Logan (2017)— entrega piezas como la muy generacional Sexo, mentiras y cintas de video (1989), la extrañamente profética Contagio (2011), la fabulosa y desesperanzada The Girlfriend Experience (2009), o la que nos ocupa hoy, Kimi, una película excepcional con la capacidad de profundizar en los temores y las señas de identidad de nuestro presente con la misma frialdad con la que se atreve a, de un modo casi contradictorio, mantenerse al margen de demonizarlos. En los tiempos que vivimos, la tecnología forma parte intrínseca del día a día, y son pocos los que alguna vez no han pronunciado un «Oye Siri» o un «Alexa» para solicitar alguna canción, algún ambiente o, simplemente, la hora. Es por eso que Kimi, el asistente virtual más potente en el universo que propone la obra, está en boca de todo el mundo, y como tal, el debate sobre la privacidad, sobre la conspiración digital, sobre el lobby de las tecnológicas y la degeneración de la interacción humana está en primera línea de batalla. Por si fuera poco, la película se vale de un contexto pospandemia ampliamente reconocible para comentar sobre cómo los eventos que nacieron a partir del confinamiento por la COVID nos han marcado profundamente a todos, con particular violencia a aquellos que ya padecían algún trastorno —véase, la agorafobia de la protagonista— antes de que el mundo se volviera un lugar incluso más hostil de lo que recordábamos.
Pero donde Kimi encuentra sus mayores virtudes es, por un lado, en lo cinematográfico, y por el otro en la interpretación de Zöe Kravitz. Vamos por partes. Steven Soderbergh maneja los espacios con intención narrativa, muy al estilo del Alfred Hitchcock de La ventana indiscreta (1954) o el Michael Powell de El fotógrafo del pánico (1960), y mueve la cámara por los espacios a la vez que está contando algo importante: la claustrofobia que emana del aislamiento, la agonía que supone abandonar el lugar conocido para enfrentarse al desfavorable entorno que palpita en el exterior se repliega con cada escena y cada plano, logrando penetrar en la comprensión del espectador sin necesidad de palabras, solo con la fisicidad de los elementos y las estructuras, de las líneas y los tiros de cámara —el personaje de Kravitz en plano cenital tras intentar abrir la puerta y enfrentarse al mundo como la hormiga aplastada por todo lo que la rodea; ese encuadre inclinado hacia delante mientras camina por la calle, en representación absoluta del vértigo y la caída inminente, de la incomodidad, de la sensación de que todo va mal—. Soderbergh inflama de inquietud todo lo que rodea a Angela —así es el nombre de la protagonista en la ficción—, y representa con acierto todo lo que implica padecer un trastorno psicológico en plena era COVID, dignificando a toda persona que tiene que luchar contra algo muy serio e invalidante que la opinión popular considera, prácticamente, una «rareza» o un «capricho». Este uso de la forma fílmica, que forma compendio con lo mental, lo físico y lo espiritual casi en segundo plano, eleva muy alto el núcleo de Kimi, que se desmarca del cine de exposición para ser, realmente, un cine de transformación, de comprensión, incluso de aprehensión.
Una película excepcional con la capacidad de profundizar en los temores y las señas de identidad de nuestro presente.
Por otra parte, Zöe Kravitz: si algo hemos podido ir descubriendo con el seguimiento de su carrera, es que su presencia es, en sí misma, un aliciente casi imperativo de que la calidad o la tensión social o intelectual de sus elecciones será, como mínimo, reseñable. Su gusto por los guiones fuertes —y aquí recordemos que tras el texto se encuentra David Koepp— nos ha llevado a poder encontrar virtudes improbables en obras que de otro modo podrían haber pasado inadvertidas como, por ejemplo, la terriblemente incomprendida Gemini (Aaron Katz, 2017), aquel neo-noir tan visual como arrebatador. La intérprete, que por si fuera poco entra en la piel de Angela sin un solo amaneramiento ni señal alguna de histrionismo, hace suya la película al mismo tiempo que Soderbergh va depositando en ella el ancla emocional e intelectual necesaria para validar sus premisas, unas que van desde la conspiración y el desastre tecnológico que mide el pulso a una época en la que las videollamadas han adquirido una relevancia que, hace tres años, podríamos dar por inalcanzable; y a su vez pertenecer a una era que hace uso de lo domótico y lo digital para mejorar un estado de vida complicado por definición —de nuevo, en este caso, la agorafobia—. El amor, el sexo, las relaciones, las simpatías y lo profesional engarzan en Kimi bajo la atención a los detalles que les profesa Kravitz, y salta a la palestra como un medidor de la ansiedad diaria del que más que vivir, sobrevive.
Claro que, por consiguiente, Kimi es vigente por su crítica pasional pero reposada al sistema, por la ejemplificación deshumanizada y corporativista del mundo del capital tecnológico, el que maneja el big data y desensibiliza hasta el extremo a los que participan de él, y los reduce a variables dependientes e independientes que deben ser medidas, estudiadas y, al final, mercantilizadas o eliminadas. Soderbergh, siempre incisivo, localiza en las inquietudes del siglo XXI un arrebatamiento de la autodeterminación tecnológica, mediante el cual la lucha contra la marea digitalizada de nuestra huella en internet se convierte en una pelea imposible de ganar: la realidad de esa alcantarilla llena de ceros y unos en la que «algo» siempre escucha y «algo» siempre decide se representa en Kimi sin caer en la conspiración de provincias, pero tampoco en la candidez de los cruzados de luz inmaculada. La localización de la privacidad y la protección de datos como el más candente de los debates de la era de internet, así como la tendencia a erradicar toda sensibilidad individual y humana a los procesos de crecimiento digital, demuestra que es posible un cine que se vuelve sobre sí mismo y se enfrenta a sus propios temores, uno capaz de hacerlo tanto a ritmo de Billie Eilish como de los Beastie Boys. Uno capaz de meter el dedo en la llaga sin apretar como para quitar la respiración. Uno, a fin de cuentas, trascendente, afinado y, ante todo, humano.