Las relaciones románticas son, a menudo, cosa de dos. Al menos tradicionalmente hablando. El género, raza, orientación sexual, o cualquier variable que deba ser tenida en cuenta no hará más que enriquecer la base sobre la que se sustenta todo intercambio personal, y que se apoya en la reciprocidad, en el equilibrio entre lo que se da y lo que se recibe, entre lo que se espera y lo que se está dispuesto a conceder: en El hombre perfecto (Maria Schrader, 2021), el diálogo de la correspondencia y el reparto equitativo en la pareja se ejerce desde el fuera de campo, desde la relación entre una mujer desencantada y una suerte de androide con apariencia de hombre diseñado para ser exactamente lo que ella más desea. Si bien la similitud a nivel teórico con la Her (2013) de Spike Jonze es más o menos clara, en esta el foco cae directamente sobre la moral, sobre la ambigüedad en que incurre un ser humano cuando percibe algo no humano como una fuente de posible compromiso o romanticismo, de amor al fin y al cabo: en El hombre perfecto la relación entre el objeto de deseo y las trabas éticas autoinfligidas adquieren el primer nivel narrativo, y aunque la obra proporciona no pocos momentos de comedia y esparcimiento —casi todos provocados por la fuente inagotable de comicidad que proporciona establecer a una máquina dentro de un círculo humano en el que solo uno de ellos conoce la verdad— es en su capacidad reflexiva, la que estudia las consecuencias y los detonantes del acto de amar y ser amado, de las cortapisas que nacen de la aceptación inherente a la condición de la humanidad, del amor como estado mental anclado en la antropología y la sociología, donde brilla con particular intensidad y ofrece sus mejores bazas.
Maria Schrader ha compuesto un ensayo sobre los afectos en tiempos oscuros, y también una canción apocalíptica para amores de moral incierta.
En la práctica, la historia va así: Alma es una reputada científica a la que le encomiendan la tarea de evaluar desde el punto de vista de la moral la idoneidad de sacar al mercado una línea de robots humanoides diseñados para hacer felices a sus destinatarios, para lo que deberá convivir durante tres semanas con uno de ellos, Tom, un androide programado específicamente para ella. El hombre perfecto destaca por su afilado sentido del humor y sus premisas y puntos de partida psicológicos, que encajan con cierto componente evolutivo en el que el ser humano estaría programado para sentirse únicamente parte de algo que reconozca como propio, e incluso usando preceptos basados en la célebre pirámide de Maslow, que jerarquizaba las necesidades humanas desde las más elementales a las más complejas, y donde las sociales o de afiliación encajaban por encima de las básicas y las de protección pero por debajo de las de reconocimiento o autorrealización: la conjunción del acto social de amar y ser amado supeditado al prejuicio que existe con hacerlo con algo no humano, o algo que sale, por exceso o por defecto, de lo que entendemos como especie por «deseable» o «aceptable» es lo que convierte la película de Maria Schrader en una pieza muy valiosa para avanzar en la cuestión del emparejamiento desde la ética y extrapolarlo a todo tipo de ámbitos, tanto personales como funcionales —la relación que invalida, la relación que cuestiona, la relación que condena—. Una película firme y absorbente, de fuerte poso moral e intelectual que brilla en su ciencia ficción que vira hacia la comedia y el drama de personajes. Maria Schrader ha compuesto un ensayo sobre los afectos en tiempos oscuros, y también una canción apocalíptica para amores de moral incierta.