Llorar es un acto cultural, tan individual como sujeto a variables sociales. Y no es que I Never Cry (Yo nunca lloro) (Piotr Domalewski, 2020) proponga una disertación sobre el tema, es que usa como campo de tiro la fortaleza impuesta, la emocionalidad coartada por variables verticales u horizontales —la familia, el entorno inmediato— para contar una historia de enfrentamiento, de redaños, de verdades a medias y mentiras autonarradas. Mientras Ola viaja de Polonia a Irlanda —qué descubrimiento Zofia Stafiej, qué mirada, qué rabia— para recuperar el cuerpo de su padre fallecido en un accidente laboral, Domalewski se las apañará para introducir el miedo escénico a participar de convenciones adultas desde la adolescencia, el tipo de irresponsabilidad maternal que deja caer el peso del mundo sobre los hombros de la hija con falacias y abrasiones, la búsqueda del sentido fuera de las fronteras de lo conocido, la valentía que nace desde los intestinos y que de tan aguerrida no hace más que exaltar la verdadera vulnerabilidad, que es la que vive detrás de la terrible frase, del horror casi gritado, de la sentencia, del aullido: «Yo». «Nunca». «Lloro». Porque la película del cineasta polaco adopta la posición del amigo, del pequeño coming of age subvertido —que en lugar de pasar de llorar a dejar de llorar, es todo lo contrario—, del que sigue y no juzga y camina junto a Ola y da buena cuenta de la adolescencia forzada a convertirse en adultez pero que, en el fondo, solo quiere olvidarse de las responsabilidades y jugar a lanzarse un cono perdido en mitad de una playa vacía: la joven caminando mirando al cielo por un país que no es el suyo tiene algo de terapéutico para los que huyen del pasado, pero también de grito de guerra para los que se ven obligados a salvar la distancia entre la infancia y la madurez en un solo parpadeo, en una sola orden, en una sola muerte.
Una obra multidimensional, transformadora en su justa medida y capaz de dar la vuelta a sus premisas sin caer en melodramas de ocasión.
La búsqueda de la paternidad perdida, además, encuentra en I Never Cry (Yo nunca lloro) una fuente muy honda de pensamiento, que ejemplifica cómo incluso en la más absoluta de las decepciones, o partiendo del lugar más desencantado, la figura difusa del padre, ausente, perdido, o desaparecido, sigue viviendo en un estado constante de ubicuidad emocional, permanentemente dentro a pesar de la lejanía: Ola no quiere quererlo, pero lo único que quiere, al final, es saber que él la quería, que él pensaba en ella, que él era algo más que una voz distorsionada detrás de una línea telefónica y que sus promesas eran papel seco. La película de Piotr Domalewski salta la valla de la repetición mientras se sonríe, entrando al espectador desde una empatía lejana que logra su cometido precisamente a través de la inexactitud en la identificación: no es fácil sentirse Ola, pero a su vez, no queda otra alternativa. El retrato que hace, por otra parte, de los infinitos trámites burocráticos, de la atemorizante espiral de papeleo que surge tras cualquier evento —en este caso, un deceso en el extranjero—, y de las poquísimas ganas de tender una mano al prójimo que demuestra la raza humana en sus greatest hits del egoísmo, tan bien representados en I Never Cry (Yo nunca lloro), son plato suficiente como para considerarla una obra multidimensional, transformadora en su justa medida, capaz de dar la vuelta a sus premisas sin caer en melodramas de ocasión y firme candidata a representar la sociedad y al individuo en su infinita escala de interacción partiendo de un minúsculo fragmento. Y permítanme sacar a colación esa última escena, que me hizo pensar en el maravilloso colofón de Benediction (Terence Davies, 2021) y que dio un nuevo sentido a la frase «lo hizo lo mejor que pudo». Qué belleza.