La vida no siempre transcurre con la facilidad que uno espera de ella. A veces, pareciera que el mundo conspira para convertir la realidad personal en un campo yermo y baldío, lleno de incertidumbre y respuestas vagas. Y probablemente, de entre todas las etapas del ciclo vital, sea la adolescencia la que sufre unas iras mayores de las idas y las venidas del acontecer cotidiano, tanto en lo intelectual, al brotar el espíritu crítico que revelará las profundidades del pensamiento, como en el emocional, al convertir lo difícil en traumático, o quizá lo complejo en imposible. La verdad es que detrás de la obra de la debutante Yoon Dan-bi, una cineasta de mirada profunda y cautivadora que bebe de las mismas aguas que maestros como Hirokazu Koreeda o Yasujirō Ozu, por la exploración de la familia y sus dinámicas en un núcleo de convivientes que no tiene otro remedio que soportarse con el mejor talante posible, existe una delicadeza mayúscula, una cualidad de la maravilla que conecta con su público más por la contemplación con la que se expresa, que le permite recorrer cientos de lugares con apenas dos planos y un bol de comida, que por lo afilado o directo.
En esta Hermanos en una noche de verano (2019) seguiremos, como su traducción al español sugiere —mucho más literal desde el coreano, 남매의 여름밤, que su título internacional, Moving On, que hace referencia a la mudanza—, a una familia marcada por las dificultades económicas, formada por un padre, su hija Ok-ju —interpretada por la también debutante Choi Jung-un con una sensibilidad desnuda que trasciende la pantalla— y su hijo Dong-ju, que se mudan al hogar del abuelo para poder salir adelante. A este pequeño grupo, se unirá más adelante la tía de los jóvenes, en plena crisis sentimental con su marido. La película, con un sentido de la narración dado al reposo que, probablemente, arrancará algún suspiro de impaciencia entre la audiencia menos acostumbrada a este tipo de cine, convierte en seña de identidad y bandera de su delicadeza esta contemplación casi cotidiana, en la que uno se puede quedar mirando un simple almuerzo armado a base de conversación intrascendente y descubrir infinitos detalles e inquietudes que van desde el abandono a la tercera edad hasta la obsesión estética de Corea del Sur —según estadísticas, el país con más intervenciones plásticas por habitante del mundo—, pasando por la crianza en cohabitación o el amor de juventud. Ninguno de ellos, no obstante, representa un elemento central de la trama, todo lo contrario, son casi tangenciales, razón por la que su estudio desde la lejanía es más una anécdota fílmica que convierte la obra como conjunto en un compendio de los humores de la sociedad desde una mirada dispersa y fabulosamente sincera.
Una obra con grandes momentos de poesía visual infinita y un gran gusto por los detalles que complementan su belleza minimalista y lejana.
Entre sus muchas virtudes, está, como decíamos, ese estudio del conflicto familiar: a través de la mirada de Ok-ju, quizá el personaje central de una obra eminentemente coral, Yoon Dan-bi se sitúa como observadora de la moral que expresa la joven protagonista, no siempre justa pero personal e intransferible, en la que la relación con su hermano pequeño choca por el fuerte impacto que ha supuesto para ella abandonar una infancia de la que él aún puede disfrutar, o los silencios que comparte con el abuelo y sus delicados cuidados que demuestran hasta qué punto un vínculo no hablado puede marcar la diferencia en un entorno desconocido —preciosa esa escena en la que el anciano escucha música y Ok-ju simplemente observa desde lejos—. El símbolo que supone la madre perdida, con las contradicciones que supone en una joven llena de ira y rebeldía, tan disonante con su paisaje cercano, completa un abanico emocional que condiciona el total de la película y que nos coloca como espectadores en la tesitura de conectar con ella y compartir su sentimiento de pérdida y abandono. Es imposible, al final, pasar por alto la conexión con Still Walking (Caminando) (Hirokazu Koreeda, 2008) o Un asunto de familia (Hirokazu Koreeda, 2018), por mencionar dos grandes obras de la filmografía del maestro nipón, pero aquí el núcleo, además de estar llevado a la idiosincrasia coreana, capitalista y globalizada, es quizá más cerrado e intangible, menos llevado a la literalidad y mucho más sujeto a lo subtextual. Hermanos en una noche de verano tiene grandes momentos de poesía visual infinita, un gran gusto por los detalles que complementan su belleza minimalista y lejana, y una sencillez en sus formas que la convierten en una pequeña película que se puede llegar a sentir como algo profundamente personal. Tener la juventud, y también la responsabilidad, nunca ha sido fácil.