Revista Cintilatio
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Godland (2022) | Crítica

El insoportable peso de la fe
Godland, de Hlynur Palmason
El islandés Hlynur Palmason explora lo humano y lo divino en un viaje cinematográfico tan contemplativo como, finalmente, metafísico. De infinita belleza plástica, explora la fe desde el desplazamiento en un alegato de poesía y contención.
San Sebastián | Por David G. Miño x | 18 septiembre, 2022 | Tiempo de lectura: 3 minutos

Enfrentarse a un visionado como el de Godland (Hlynur Palmason, 2022) es exigente. Tal vez porque comenta sobre las grandes cosas con humildad, a la vez que se deja enterrar poco a poco en la majestuosidad de un paisaje, el islandés, tan inhóspito como insoportablemente bello. Hipnotizante por lo que muestra y por lo que sugiere bajo el hielo y el fuego. En lo puramente narrativo, se podría decir sin asumir demasiados riesgos que lo último Palmason es sencillo: un sacerdote danés asume la tarea de atravesar Islandia para construir una iglesia, y a la vez que penetra en un país que no es el suyo y con el que además guarda una complicada relación —no tanto individual sino como pueblo—, se va hundiendo más y más en las aguas oscuras de la duda, y el conflicto humano-divino. A este respecto, al inicio del pase de prensa, el propio Hlynur Palmason apuntaba que el lenguaje es increíblemente relevante durante el transcurso de Godland, ya que daneses con islandeses sufren constantes problemas de entendimiento y eso no hace sino recrudecer el modo en que se comunican y se perciben. A esto, no habría que dejar de añadir un pequeño apéndice: la obra ataca no solo la gramática desde un punto de vista literal, sino que su sintaxis pertenece al terreno de la ambigüedad, en la que para cada vida hay una muerte, o un silencio para cada sonido. Godland habla dos idiomas con fluidez —aunque en realidad podrían ser muchos más—, y los entrelaza mientras busca un sonido particular con el que resonar, con el que fundirse en solo uno que haga perder la voluntad de buscar lo racional. Y abandonarse a lo experiencial.

Un documento situado a medio camino entre lo inefable y lo inexplicable, que se convierte en más y más sustancial en su inmensa metafísica conforme más profundiza en sus límites.

Un impresionante Ingvar Eggert Sigurdsson protagoniza la obra junto a Elliott Crosset Hove.

Supongo que después de esto, no sabrá muy bien el lector qué es realmente Godland. O qué ofrece. Pues siendo absolutamente honesto, la mayor certeza que uno puede encontrar zambulléndose en las aguas de la obra de Palmason tiene más que ver con lo interior que con lo narrativo: mediante un uso mayúsculo de la imagen, del encuadre, de la luz y de la composición, el cineasta, acompañado por Maria von Hausswolff al mando de la dirección de fotografía, ofrece un recorrido de pura carga sensorial, en el que casi se pueden palpar las miradas en contraposición con las montañas, o los animales en impecable armonía con la globalidad. A través de sus temas, entre los que destaca ese hombre enfrentado a Dios, esa humanidad tajante ante lo inmenso, o la certeza de que delante de lo eterno solamente queda fantasear con el presente, Godland no solamente sigue su camino desde la génesis de la idea hasta la muerte de los ideales, sino que consigue que el espectador se involucre en el viaje. Y no hay nada más difícil que eso en el cine contemplativo: la búsqueda de significado solamente cobra sentido cuando se alcanza, efectivamente, la meta. Pero en la obra que nos ocupa las reverberaciones que se establecen entre lo de aquí y lo de allí dignifican el viaje como concepto fílmico mucho más allá de esta o aquella conclusión. Las dudas sobre la propia divinidad, la bajada al infierno, el pecado o la vida y la muerte convierten a Godland en una suerte de documento situado a medio camino entre lo inefable y lo inexplicable, que se convierte en más y más sustancial en su inmensa metafísica conforme más se profundiza en sus límites. Y eso no ocurre todos los días.