No importa realmente que el tema central sea el ajedrez. A pesar de que la miniserie de Scott Frank y Allan Scott circule alrededor de este deporte, la ficción alcanza cotas inesperadas de vigencia, de verdadera y genuina trascendencia: a la vez que profundo y multidimensional alegato feminista, es también un estudio psicológico sobre las adicciones, la cruz que carga el solitario, y los problemas de tipo social que vivieron ocultos durante los Estados Unidos de la Guerra Fría, siempre eclipsados por una realidad política salvaje y descorazonadora, que sentó las bases de la paranoia moderna. Basada en la novela de mismo nombre de Walter Tevis —si recordamos, mismo autor de las obras que darían pie a filmes como El buscavidas (Robert Rossen, 1961) o El color del dinero (Martin Scorsese, 1986)—, no se puede decir que el proyecto sea particularmente nuevo: en el año 1992, Allan Scott ya tenía pensado llevar la historia a la gran pantalla y se había hecho con los derechos, pero fue acabando poco a poco en el cajón oscuro, con un intento casi culminado con Heath Ledger a la dirección —iba a ser su debut detrás de las cámaras— que se vio truncado por su prematura muerte. Pero el que la sigue la consigue —casi siempre—, y Netflix mediante, el testarudo Scott convirtió la ficción de Tevis en la miniserie que nos ocupa, curiosamente más vigente que nunca y potente como si hubiera sido concebida para existir hoy día.
Beth Harmon —encarnada por Anya Taylor-Joy en una interpretación inabarcable a la que dedicaremos unas líneas más adelante para no relegarla a una nota al margen— es una joven que, marcada por la tragedia de perder a su madre, descubre en el orfanato en el que le ha tocado criarse que tiene un talento innato para el ajedrez. Allí irá desarrollando, al mismo tiempo que una pericia sin igual para comprender el mundo de los peones y los alfiles, una adicción a los tranquilizantes —podemos leer una crítica al abuso farmacológico en edades tempranas tan de moda en los años sesenta— que se convertirá, a la larga, en un potente catalizador de sus miedos, sus talentos, sus inseguridades y sus fortalezas. A lo largo de sus siete capítulos, el espectador irá conociendo a la protagonista a la vez que convierte en suyas sus victorias y derrotas, siendo un personaje complejo hacia el que no cuesta sentir simpatía —algo que, dadas sus características, no es tan fácil como pudiera parecer— y que acaba formando parte de algo mucho más grande que se va edificando poco a poco: la sensación de que ella representa mucho más que una excelente jugadora de ajedrez, un muestrario de altibajos vitales que sirve para el optimista y también para el pesimista; un símbolo universal.
Como decíamos, el ajedrez es el centro del relato, pero a su vez es tangencial. Los aficionados al deporte tendrán un aliciente a mayores, sin ninguna duda, ya que representa con fidelidad una miríada de jugadas, técnicas y métodos reales con verdadero talento narrativo, desechando desde la escena de apertura cualquier prejuicio que se pueda tener de antemano —que si es aburrido, que si es lento, etcétera— y elevando por encima de todo el concepto de que, con el punto de vista correcto y la profundidad necesaria, cualquier premisa puede ser potente y, sobre todo, conmovedora. Pero detrás de todo ello, descansa un relato de superación, de lucha contra uno mismo, de enfrentarse a las adicciones y todo lo que ello implica, de ser mujer en un mundo dominado por hombres, de luchar contra el paternalismo y los «consejitos» de los que solo observan. Beth Harmon es un icono de supervivencia y tesón, que subvierte todos y cada uno de los estereotipos asociados al desarrollo de personajes de calado social —la joven que se rebela contra el sistema y adopta un comportamiento de masculinidad tóxica está ampliamente superado en esta ficción, demostrando una enorme conciencia de sí misma— y se destapa como un espejo en el que mirarse cuando las cosas van bien, y también mal; cuando se alzan los trofeos, y cuando se recogen los pedazos por el suelo.
Gambito de dama es un estudio sobre las adicciones y lo que representan con una validez prácticamente experimental, en la que nada está dejado al azar y donde para cada acción hay una reacción, aunque no sea equivalente ni opuesta.
Ahora sí, hablemos de Anya Taylor-Joy. Su composición de la maestra ajedrecista —que adapta libremente y ficcionaliza la historia de Bobby Fischer — está tan por encima de las palabras que incluso resulta poco elegante describirla con adjetivos: mostrando un abanico emocional e interpretativo de enorme amplitud, llora y ríe, baila y calla, explota y se muestra inaccesible, todo mientras mantiene una esencia humana única. Consigue, con aparente facilidad, mantener ante los ojos del respetable una mujer real, de carne y hueso, con emociones que podrían ser las de cualquiera, a pesar de tener el talento que solo poseen unos pocos. Es titánica su tarea, que trasciende su propia identidad hasta fundirse con la de la ficticia Elizabeth Harmon, y cuando acaba la obra, casi puedes considerarla tu amiga, esa que no habla mucho pero tiene buen fondo, la del don inmenso que sufre las idas y las venidas del mundo. En su evolución, que es capaz solo con corporalidad de hacerte ver a una niña o a una mujer, deconstruye la relación del jugador con el objeto de su obsesión —en este caso, el ajedrez—, y demuestra que se puede sentir empatía tanto por los perdedores como por los ganadores. Está rodeada, eso sí, de un nutrido grupo de secundarios de lujo, que van desde Bill Camp en el papel del bedel que ve en ella a la maestra en que se convertirá y que funciona a nivel narrativo como la figura paterna, pasando por Marielle Heller levantando el rol indispensable de la madre adoptiva, a la desconocida Moses Ingram como esa amiga que de tan amiga es familia —y luciendo un acento magnético— o a unos siempre carismáticos y arrebatadores Thomas Brodie-Sangster y Harry Melling.
Por su parte, el análisis que expone sobre las adicciones alcanza un gran nivel cuando lo contrapone al carácter de Beth Harmon, y comenta sobre la unión que puede existir entre su obsesión y talento por el juego y su patológica tendencia a alterar su mente y sus sentidos con diferentes sustancias. Pone sobre la mesa, de este modo, el debate que se articula alrededor de la dependencia física de lo exógeno para entrar en un estado mental de excelencia, y entra a valorar si esa relación que se establece entre sustancia y consumidor tiene algo que ver, realmente, con el talento o la magnificencia. Gambito de dama —no hay que dejar de notar que ese es el nombre de una apertura de ajedrez que se caracteriza por ofrecer una pieza a cambio de ganar desarrollo— es, de este modo, un estudio sobre las adicciones y lo que representan con una validez prácticamente experimental, en la que nada está dejado al azar y donde para cada acción hay una reacción, aunque no sea equivalente ni opuesta.
En lo visual no decepciona, demostrando que la estética puede estar al servicio de la historia sin resultar disonante en ningún punto. Con un trabajo de documentación y recreación a las espaldas superlativo, todo parece encajar con exactitud en el lugar que le corresponde: los coches, el vestuario, los peinados, la decoración, incluso el habla y las inflexiones de voz están meditados para que aporten al cómputo global el contexto y el ambiente pero en ningún momento eclipsen el hilo narrativo, revelando un gran equilibrio entre contenido y continente. Además, se apoya en unas maneras, un estilo genuinamente cinematográfico, en especial cuando se presta atención a su fotografía —obra de Steven Meizler, curtido operador de cámara que saltó a los focos hace unos años— y a su exquisito gusto a la hora de iluminar, encuadrar y representar sus conceptos visuales —maravilloso el modo de convertir en imágenes el método de entrenamiento mental de Beth—, siempre aportando un punto de vista claro que pone en perspectiva lo narrado.
Entrar en el juego que proponen Scott Frank y Allan Scott es terriblemente fácil y enriquecedor a más niveles de lo que pueda parecer en primer lugar. Observar los vaivenes de una sociedad desde los ojos de una inadaptada, entender el conflicto entre Estados Unidos y la Unión Soviética de los años sesenta, asistir al sacrificio y la entregada convicción de la que sabe que no puede perder —aunque su derrota sea otra, en otro sitio, en otro espacio—, poner voz y rostro al miedo y la inseguridad —y a la firmeza y la rotundidad—, acompañar a alguien desde el trauma hasta la aceptación total, de un modo tan cristalino y poco artificioso supone una victoria absoluta para la televisión reciente que, esta vez, juega con blancas y mira al séptimo arte a la cara. Gambito de dama no sacrifica ninguna pieza, ninguna historia, ningún resultado, pero avanza implacable sobre nosotros sin necesidad de hacer jaque mate.