Cuando hace ya unos cuantos años —cómo pasa el tiempo…— nos enteramos de que Max, el loco Max, el fornido, solitario, lobuno, inaprensible Max, no era ya el protagonista de su propia historia, sino que después de haber perdido su familia, su coche y su libertad también iba a perder el protagonismo de su película a manos de las mujeres con las que iba a toparse, no fue en absoluto un shock, sino el descubrimiento de que los directores evolucionan, tanto visual, como conceptualmente, y que en un mundo terrorífico como ese —en el que no solamente la sangre, la leche, la gasolina y el agua son los recursos más preciados, sino las mujeres en edad de procrear— probablemente serían ellas, las mujeres, y no ellos, los narcisistas machos, las que más sufrirían. Al lado de las miserias y las angustias de un Max incapaz de salvar a aquellos que ama, se nos volvía mucho más importante, mucho más acuciante y sobre todo mucho más apasionante, la epopeya de un pequeño grupo de mujeres que, capitaneadas por esa fuerza de la naturaleza llamada Furiosa, huían desesperadas de un cacique monstruoso que las tenía guardadas bajo llave, a bordo de una máquina de guerra en movimiento, en búsqueda del Paraje Verde en el que volver a recomenzar sus vidas.
Vemos a Max en este Furiosa: De la saga Mad Max (Furiosa: A Mad Max Saga, George Miller, 2024), pero solo de una manera fugaz, durante unos breves momentos, siendo testigo de cómo la joven que lucha por regresar está a punto de morir en el polvo, y no mueve un dedo por ayudarla. Si en el anterior filme era un mero secundario, aquí es una mera sombra. Esto es la historia de Furiosa, la niña a la que secuestraron del edén y obligaron a vagar por el desierto en busca de una forma de volver a casa. A Max le arrebataron una vida normal junto a su familia, a la que masacraron delante de sus ojos. A Furiosa le arrebataron el paraíso, a su madre y su infancia por entero, lanzándola a esa vorágine de destrucción y locura que es el inmenso páramo en el que tienen lugar las fantasías más oscuras y salvajes de una mente como la de Miller. Y al verle, con esa cara afable y esa sonrisa constante, y al saber que es médico de formación, te preguntas cuántas personas de personalidad amable y profesiones constructivas anidan monstruos en su interior. Con Furiosa, Miller nos hace regresar al páramo, a las «wastelands», nueve años después de aquel pasmoso, apoteósico Mad Max: Furia en la carretera (Mad Max: Fury Road, 2015), que nos dejó a muchos con la boca abierta por su insuperable mezcla de belleza y horror, de dinamismo y de verdad interior de los personajes, de locura y de redención, y lo hace sabiendo que las expectativas estaban muy altas, que millones de personas de todo el mundo se preguntaban si iba a ser capaz de repetir el prodigio, de estar a la altura de su propia leyenda. Y la respuesta es este desbocado, generoso, sabio y portentoso filme de aventuras, con el que Miller no solamente vuelve a demostrar que nunca decepciona, sino que le sitúa a él, por si todavía no lo estaba, en el panteón de los grandes del género.
En un tiempo en el que proliferan las sagas y series épicas —de Star Wars a El señor de los anillos, de Marvel a DC—, en el que pareciera que cada pocos meses hay que presentar un título para estar en el candelero, Miller ha ido cuidando cada nueva pieza de su núcleo catedralicio como si fuera una piedra única. Y a los grandes problemas que tuvo para levantar su anterior cuarta parte, cuya preproducción duró diez años, se unen los no pocos problemas que ha experimentado en esta quinta, que iba a empezar a filmarse allá por 2017-2018, pero que por problemas legales con Warner casi no llega a ver la luz. Pero aquí tenemos, por fin, la historia del personaje más importante y más memorable de aquella cuarta parte, la niña furiosa a la que arrebataron todo y que se pasará años tratando de hacer dos cosas: vengarse del terrible Dementus y tratando de volver a casa de alguna manera… aunque ya supimos en la cuarta parte que el Paraje Verde desaparecerá de la faz de la Tierra en poco tiempo y que nunca podrá regresar a él. Para narrar esta historia Miller no se da las facilidades a sí mismo que se han dado los Peter Jackson, George Lucas, Christopher Nolan y demás directores de franquicias que en el mundo son, y tampoco se las da a sus actores ni a ninguno de sus colaboradores. Cambia de director de fotografía —el casi desconocido Simon Duggan sustituye al gran John Seale—, organiza una estructura mucho más compleja, mucho más ambiciosa para esta precuela, afea y convierte en un guiñol al guaperas Chris Hemsworth, obliga a Anya Taylor-Joy a trabajar gran parte del filme solamente con sus ojos, sin casi nada a lo que agarrarse como actriz, y se lanza a una novela-río con una determinación casi suicida de ampliar un mundo que ya estaba plenamente desarrollado en los filmes anteriores, de un modo que nunca lo había hecho antes.
Un relato en el que no sobra ni falta ninguna imagen, en el que cada sonido y cada corte de montaje es de una perfección abrumadora y desasosegante, en el que cada interpretación está ejecutada con una autenticidad que quita el aliento.
Porque Mad Max no es una franquicia, sino una novela, y las cinco partes de esta película, organizadas a modo de gran literatura, así lo atestiguan. Si Furia en la carretera era una única gran persecución de ida y vuelta, un relato siempre en movimiento, Furiosa es casi una reflexión sobre aquel relato y una indagación profunda en los resortes que lo hicieron posible, en los personajes que albergaba y en las situaciones que llevaron a Furiosa hasta allí. Pero no es una indagación con el mismo tono. Furiosa casi parece un sueño, o una pesadilla, o un recuerdo, todo ello deformado y alterado por el punto de vista del Hombre Historia, el narrador de la película, que la cuenta a su manera, y la va distorsionando cada vez más hasta darle la apariencia de leyenda. Esto es una narración cervantina, no shakesperiana, como erróneamente algunos han dicho estos días. La búsqueda de venganza de Furiosa sobre Dementus por haberle arrebatado todo a algunos puede que le recuerden a un Hamlet —aunque tampoco llego a entender por qué…—, pero la forma de contarla, en la que no sabemos qué eventos son verdaderos y cuáles otros son falsos, en la que en todo momento estamos a merced de un narrador no fiable, no puede ser más propia de un Cervantes, con quien no teníamos claro que el Quijote estuviera loco ni que Sancho Panza fuera tan tonto, o que los amantes del Persiles realmente hicieran su largo viaje por razones espirituales o sexuales. La imagen arrebatada, casi mística de Furiosa, que algunos también han tildado de artificiosa, nos introduce en unos hechos que bordean el realismo más atroz y acaban zambulléndose en un territorio de leyenda, con el páramo convertido en un personaje más, capaz de convertirse, según las necesidades de la secuencia, en un lugar de horror, en una geografía abstracta o en una atmósfera de pesadilla. Al fin y a la postre un universo que le pertenece a George Miller única y exclusivamente, por derecho propio, un tapiz en el que poder dibujar a las criaturas más extremas como un miniaturista en un pequeño retablo.
Porque Miller vuelve a demostrar no solamente que filmando acción y aventura está a la altura de un James Cameron o un John Carpenter, sino que puede seguir extrayendo personajes icónicos de su aparentemente ilimitada galería de caracteres luctuosos, a cada cual más sinuoso, grotesco y giboso. Y si ya en aquella nos había traído a Immortan Joe y a toda su caterva de secuaces, aquí echa el resto con esa creación grandiosa llamada Dementus a la que da vida un irreconocible —por dentro y por fuera— Chris Hemsworth, quien quizá cansado de aparecer en ficciones precocinadas como un niño bueno, ha aceptado el reto que le proponía Miller y se ha lanzado de cabeza para dar vida al señor de la guerra más grimoso, autoconsciente y sanguinario que ha dado una pantalla de cine. Pero Dementus es mucho más que el villano de la función, es un caracter vivo que evoluciona a lo largo de los años del mismo modo que evoluciona Furiosa. Es el verdadero hijo del páramo, un ser despiadado al que sin embargo se les escapan jirones desgarrados de compasión y que sabe que no tiene más remedio que hacer lo que hace después de haberlo perdido también todo. Pero Miller no plantea una lucha entre la desamparada Furiosa y el poderoso Dementus, sino que plantea un filme-novela en el cada capítulo funciona para darle más amplitud y más credibilidad a un mundo inmenso en el que ciudades como Gas Town o Bullet Farm adquieren una dimensión tan importante como La Ciudadela, y el vórtice formado entre ambos es uno de guerra y lucha constantes, que habría agradado al Juez Holden del Meridiano de sangre (Blood Meridian, 1985) de McCarthy, cuyas enseñanzas sobre la naturaleza humana parecen haber sido abrazadas sin complejos por el terrible Dementus.
De tal manera que a una zona inicial de choque, de altísima exigencia formal en la creación de espacios, profundidad de campo, ritmo y tono, pasamos a una segunda parte que sigue subiendo más y más arriba, y a una tercera, y a una cuarta… y es imposible apartar la mirada de una pantalla en la que el frenesí no se detiene ni un minuto, y que cuando lo hace y ofrece el necesario respiro antes de la siguiente tormenta, lo que hace es apoyar a Furiosa en su imposible odisea a ninguna parte, durante los quince años que abarca una historia que se hace corta, que deja con ganas de más. Ese más lo obtenemos, siquiera vicariamente, en los maravillosos créditos finales, en los que a modo de resumen vemos lo que la decisión de Furiosa conlleva: Mad Max: Furia en la carretera. Miller y sus colaboradores ya tenían en mente un ciclo completo de ficciones desde que hace más de veinte años decidieron seguir con una de las sagas más famosas de la historia, pero quizá ni siquiera ellos sabían lo que iba a suponer. En un mundo cada vez más saturado de imágenes digitales, de videojuegos, de series, de obras audiovisuales, Miller se propone reeducar la mirada. Como todo gran cineasta recoge el aprendizaje de todo lo que le rodea y le da un significado nuevo. Los planos de Furiosa son de un colorido, una nitidez y una profundidad de campo quizá nunca antes vista, pero sobre todo lo son para algo: para participar del arte gráfico, de las bellas artes —inolvidable ese plano en el que el jefe de Gas Town se dedica a imitar un cuadro famoso—, del cómic, de las leyendas de los mitos, para avisarnos que de todo ello aún podemos seguir extrayendo enseñanzas y sabiduría, pero que con todo eso también podemos mirar al futuro, podemos entender cómo no seguir repitiendo los mismos errores.
Alberga, como no podía ser de otra manera, dos o tres set pieces de acción a las que ahora mismo solamente James Cameron podría estar a la altura, pero no son simples divertimentos o eventos espectaculares con los que epatar al espectador, sino que están perfectamente engarzados para contar una historia épica más grande que la vida con la que, de paso, hablar de la naturaleza de los relatos épicos. Ya solamente la primera de las cinco partes es en sí misma una set piece apasionante. Pero alberga también una sabiduría narrativa a la que muy pocos han accedido en sus carreras. El Miller de hace treinta y cinco años quizá no habría podido filmar algo con el complejo tempo con el que está filmada esta obra maestra, en la que cada segmento posee su propio ritmo y tiene su propia razón de ser, en la que cada uno de los personajes posee su relación con el espacio y lo dota, así mismo, de personalidad. Para Miller, todo es uno, del mismo modo que para un creador de sinfonías, cada elemento es una pieza dentro de la estructura sinfónica que se está construyendo. Furiosa es justamente eso: una sinfonía de horror y de rock, de fracaso y de pérdida, en un mundo devastado y sin esperanza que, quizá, pueda ser nuestro mundo futuro. Miller no pretende despertar conciencias ni hacernos pensar. Solo quiere contarnos una historia nacida en lo más profundo de una mente obsesionada con las grandes historias. Que esa historia despierte conexiones, como de hecho hace, con la deriva de un mundo que va de cabeza al desastre, no es asunto suyo. Pero ya que conecta con ello, no estaría mal escucharle.
Y es que la mayoría de los grandes narradores son proféticos, como profética era la primera trilogía de Mad Max —1979, 1981, 1985— y como profética está siendo esta segunda. Ya no hay medias tintas con los tiránicos machos-alfa que hacen de las mujeres su propiedad, pero tampoco hace falta que venga ningún héroe a salvarlas, como mucho a echar una mano y no molestar demasiado, mientras ellas llevan la batuta de lo que queda de dignidad en un mundo desquiciado. Furiosa habla por todas las mujeres del mundo que una vez fueron arrebatadas de sus hogares, a la que una vez robaron su infancia, enfrentadas al horror y a la guerra. La ficción se pliega sobre sí misma y en un relato en el que no sobra ni falta ninguna imagen, en el que cada sonido y cada corte de montaje es de una perfección abrumadora y desasosegante, en el que cada interpretación está ejecutada con una autenticidad que quita el aliento, la odisea de Furiosa es la de toda mujer que se atreve a enfrentarse a la tiranía. Miller cuenta su propia Odisea, su propia Ilíada, del mismo modo que ya lo había hecho James Cameron en Terminator y del mismo modo que ya lo hicieron en The Walking Dead: la Odisea de encontrar la propia humanidad en un mundo en el que solo triunfa lo monstruoso.
Quizá dentro de pocos años —esperemos que no sean nueve— tengamos el final de esta segunda trilogía, y que sea el final glorioso de la carrera de Miller como cineasta, del mismo modo que la primera trilogía fue su comienzo. Ya veremos. De momento solamente podemos celebrar que la gran aventura, aquella que habla del presente, del pasado y del futuro a través de una misma imagen, vuelva a encontrar una obra maestra portentosa en la figura de Miller, de Furiosa y de Dementus, en una epopeya cuya profundidad y calado intelectual y conceptual tan solo estamos empezando a atisbar.