A veces se tiene la sensación, al enfrentarse al visionado de una película, de que hay un extraño poder en sus imágenes, un componente entre sus costuras que irradia algo inefable en el modo de exponer su tesis, que se traduce a la hora de evaluarla con talante crítico en un hándicap que nubla en cierta medida el juicio analítico. Funny Face (Tim Sutton, 2020) responde con fidelidad a ese grupo de filmes, que sin saber muy bien qué ni cómo, se adentra en la mente del espectador dejando un poso complejo y denso, a pesar de que parecía tener, en un principio, pocos boletos para adquirir esa condición.
Tim Sutton, como de costumbre, propone en su quinto largometraje una historia casi anecdótica, secundaria, para centrarse en un brevísimo fragmento de la vida de sus personajes. Por un lado, un chico que vive con sus abuelos en una casa que van a demoler para construir un aparcamiento. Por otro lado, una joven musulmana que, a raíz de una discusión con sus tíos, huye de su hogar. La providencia hizo que estas dos almas errantes e inadaptadas vieran sus caminos cruzados, iniciando una relación de amistad de tintes románticos que les llevará por un Nueva York dividido y fragmentado por la especulación inmobiliaria y la gentrificación. A través de una narración contemplativa y reposada, que se deleita en largos planos estáticos e imágenes de melancólica y extraña belleza urbana, el cineasta transmite la desesperanza de sus dos protagonistas haciendo partícipe a su público del tedio existencial y la angustia que padecen, a su manera, cada uno de ellos.
A través de una narración contemplativa y reposada, que se deleita en largos planos estáticos e imágenes de melancólica y extraña belleza urbana, el cineasta transmite la desesperanza de sus dos protagonistas.
Si resulta fallida en determinados tramos de su narración es por la tendencia que tiene a enfatizar el discurso del pesimismo, y a polarizar a los «buenos» y los «malos» con demasiada rotundidad —Jonny Lee Miller en el papel del constructor sin escrúpulos que no encuentra motivos para sonreír, a pesar de tener un carisma innato, resulta demasiado unidimensional y simple en sus motivaciones como para poder componer una alegoría realmente válida—. Por otro lado, Saul —así se llama el protagonista—, interpretado por Cosmo Jarvis representa el principal aliciente del filme, ofreciendo un trabajo de actuación extraño y convincente, impregnado del magnetismo involuntario de los perdedores que eleva la función varios enteros solo con su presencia. Las interacciones entre ellos, y usando una especie de inversión cultural al llevar él una extraña máscara puesta y ella abandonar el nicab por un hiyab de menor cobertura, adquieren un sentido simbólico, al encontrar uno en el otro el apoyo que de modo institucional les es negado por sistema.
Su aproximación a un zeitgeist contemporáneo que se abandona al capitalismo y la anhedonia sistémica resulta, por otro lado y si obviamos sus excesos, de gran relevancia: la pareja protagonista existe en un plano prácticamente estanco, en el que el aire que se respira está contaminado y viciado por la necesidad ética de la venganza, al ser lo único que todavía la permisividad social no ha podido demoler. Se acerca por momentos, en pequeños ramalazos estilísticos, a un tipo de surrealismo de alto funcionamiento, es decir, unas salidas de tono y de coherencia que no tienen tanta relevancia como para quebrar la suspensión de la incredulidad, y mientras conecta escenas de un simbolismo potente pero plausible —los planos de composición extrema y completamente alejados del academicismo en que Saul se queda casi fuera del encuadre para mostrarlo devorado por el paisaje, su disertación en clave metafórica sobre los New York Knicks— con otras alucinadas y únicamente entendibles desde la interpretación —la máscara que siempre ríe que cae del cielo, la escena en que Saul y Zama bailan pegados en el pub— adquiere un tono de extrañeza que, unas veces invoca una atracción insoportable, y otras induce a un letargo del que le cuesta salir. Funny Face, al final, es un viaje casi lírico que se entiende más como la lectura de un poema de métrica libre que como una película en su definición más convencional. Y ahí, precisamente, es donde puede arrastrar a la abulia y al desinterés, o conmover y empujar al que quiere entrar en su juego a su particular concepto del nirvana.