Es difícil hablar de Fried Barry (Ryan Kruger, 2020) sin caer en el reduccionismo. Por un lado, podría parecer un ejercicio de estilo de apabullante poderío estético y contenido difuso, que aunque atrapante en sus formas aparecería como desvinculado de un mensaje claro; pero por otro, se la podría considerar un visceral alegato contra la corrupción y la perversión humana, narrada en clave de delirio post-heroína que destila talento por los cuatro costados. Siendo más partidario de la segunda opción, el filme pone sobre la mesa una serie de ideas de las que se puede extraer mucho jugo a través de la interpretación reposada: en un primer momento, Fried Barry pide sentirla, experimentarla como si se tratara de un cuadro de Jackson Pollock o Vasili Kandinski, con la razón en standby y la emoción en posición de ataque.
Si bien describirla resultaría en un ejercicio de futilidad, sí podemos decir que sigue de cerca las aventuras de un adicto a las drogas que, tras someterse a los efectos de un mal viaje, termina siendo abducido por unos extraterrestres que le devuelven a las calles de Ciudad del Cabo con uno de ellos en su interior. Igual que en aquel Sin noticias de Gurb (Eduardo Mendoza, 1990) que exploraba la percepción externa del ser humano —focalizado en el contexto de la Barcelona pre-olimpiadas del 92— en clave de humor, Fried Barry se destaparía como una especie de versión hardcore para mayores de 18 años —como bien indica la propia introducción del filme— que no estás seguro de si genera fascinación o repulsión. Si bien, como decíamos, caben infinidad de interpretaciones, todas ellas —y a la vez, probablemente, ninguna— correctas, la lectura más plausible la situaría como un aplastante recorrido por la necedad y depravación humana. Colocaría al ser de otro mundo, al extraterrestre, en la posición del «no contaminado», que caería a nuestro planeta solo para observar con sus propios ojos todas las formas de maldad que los moradores de la Tierra han sido capaces de inventar. Así, cada una de sus partes narrativas —me resisto a llamarlas actos, puesto que no sigue una lógica reconocible desde el punto de vista estructural— comentaría sobre la percepción inocente de un ser no corrompido ante cada una de las muestras de vileza y vicio que presencia: superficialidad, desconexión intelectual, depravación, violencia, todo ello interconectado bajo la mirada alucinada —en todos los sentidos del término— del sufrido alien.
A través de lo que podríamos considerar una influencia de David Lynch, tanto en lo estilístico —no faltan elementos visuales que recuerdan a su imaginario— como en lo narrativo, se presentan los acontecimientos de un modo absolutamente alegórico, sin ancla demostrable con la realidad. Los actos que presencia Barry —comentar en este punto la magnífica interpretación de un desconocido Gary Green, protagonista absoluto de la obra— son en su conjunto una muestra particularmente localizada de pecados, narrados en términos absolutos cada uno bajo sus propias reglas —el embarazo express, la desternillante sobredosis de éxtasis, el enfrentamiento con el secuestrador— que evidencian, cada uno a su manera, cuál sería la reacción de una inteligencia ajena a la nuestra si entrara en contacto con nuestros defectos como especie. Pero claro, no estamos hablando de una lectura inamovible y fija, sino más bien de una serie de directrices semánticas que van dando forma a un discurso errático en su contenido pero misteriosamente satisfactorio. La drogadicción entendida como estado mental —y todo lo que ello implica desde un punto de visto psicológico y sociológico—, la maternidad/paternidad en el contexto de la pobreza emocional, la inmediatez de la diversión efímera, la desconexión que impone el sistema del bienestar al caer dentro de lo «desconocido» o «no serializado»; todos forman parte de una narración perturbadora y desconcertante, pero que dejan el poso en el lugar exacto para ser evaluado una vez las luces se encienden.
No recomendada en absoluto para estómagos frágiles, recoge escenas de apabullante descarga plástica, que implican la mayor parte de las veces depravaciones de lo más variopintas y originales.
Una de sus principales bazas, aparte de lo mencionado — que no es poco—, recae sobre su potente identidad visual. No recomendada en absoluto para estómagos frágiles, recoge escenas de apabullante descarga plástica, que implican la mayor parte de las veces depravaciones de lo más variopintas y originales. Fotográficamente hablando, retrata la suciedad y la inmundicia con un cromatismo y unas iluminaciones de lo más atrayentes, valiéndose de colores puros y mucha iluminación indirecta. La belleza que despliega —que cuenta a su vez con un montaje de gran personalidad, obra de Stephen Du Plessis— encuentra en la deformación una fuente de valor estético, que aunque no vaya a convencer a todos los públicos por igual, posee un innegable atractivo entre vedado y culpable. En lo musical —con Haezer a la batuta—, pulsa las cuerdas adecuadas mientras se esfuerza en mantener la apuesta muy centrada en lo visual: Ryan Kruger sostiene Fried Barry en el terreno de la apuesta estética pura, y se preocupa de que cada plano conserve una idiosincrasia propia que no dependa de otros factores, aunque se valga de una banda sonora potente para reforzar esas imágenes tan provocadoras.
El filme, al final, deja una sensación extraña, como de haber vivido un drama humano lleno de humor negro que deja un vacío más grande del podemos llenar con palabras y conceptos. Siendo una película que crece en el recuerdo e invita a la reflexión y la revisión —visto lo que expone, sus virtudes narrativas están más enfocadas de lo que pueda parecer al primer golpe de vista—, y aunque tiene la capacidad de dejarnos tan «fritos» como a Barry, no debemos pasar por alto la oportunidad que nos brinda de dejarnos atrapar por sus delirios, aunque de ficticios no tengan tanto como parece.